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12.038. PRIEGO DE CÓRDOBA, SUS HERMANDADES Y COFRADÍAS

 




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Historia de Priego de Andalucía - Crónicas de feria

1. LA FERIA DE PRIEGO A MEDIADOS DEL SIGLO XIX

El poeta Carlos Valverde hace una magistral descripción de las primeras ferias de Priego.

Por Carlos Valverde López 


C

arlos Valverde López, cronista destacado del siglo XIX y buena parte del XX nos cuenta en su novela Gaspar de Montellano, (Málaga, 1923) que lo primero que llegaba a la feria de la segunda mitad del siglo XIX era un moro con una gran cesta de dátiles y cocos y un sinnúmero de babuchas, seguido de los valencianos con sus tiendas de armas de fuego, calzado, sombrillas, abanicos, plumeros, gafas, cartapacios, gorras, bragueros, perfumería, juguetería y otras mil baratijas. Otros puestos indispensables eran los de loza y cristal, puesto que por en­tonces no había tiendas y había que proveerse para todo el año. Para recreo y diversión llegaba un cuarteto de saboyanos compuesto de arpas, violín y flauta y para el desplume de los atrevidos incautos el llamado billar roma­no, los cubiletes y el primer tren circular donde se apretujaron nuestros tatarabuelos y tatarabuelas. 

Será este destacado poeta y escritor quien en 1906 en un artículo de prensa dedicado a su amigo Pedro Alcalá-Zamora Estremera, nos hace la primera descripción de la feria, allá por la segunda mitad del siglo XIX: 

                                   DE ANTAÑO A HOGAÑO. 

           A Pedro Alcalá-Zamora

           en las Islas Baleares,

           o en la tierra, o en los mares.

           o donde se encuentre ahora.                        

                         No dirás, amigo Perico, que no te devuelvo la estocada: sacaste a la pública vergüenza mi odisea por Málaga, dedicándome un saladísimo artículo dirigido a dicha ciudad  o donde me hallare, como si yo fuese un segundo judío errante, y en pago de la alusión ahí llevas esa redondilla para que te busquen por toda la redondez de la tierra.

                         Digo que tu artículo era saladísimo, y añado que lo era por dos razones: la primera, por la sal ática que lo sazonaba; la segunda, por tratar de nuestro río Salado, que sin ser precisamente el de la batalla ganada por Alfonso el onceno a Abul Hassán, lleva el mismo nombre y arrastra más sal.

                         Y como en ese tu aludido artículo rendiste culto a la oportunidad escribiendo sobre materia de baños en el mes de agosto, yo, en el de septiembre bajo la influencia del signo Libra del Zodíaco, escribiré algo de ferias, por el asunto de no menos actualidad.

                         Pero imitándote también en esto, ha de hacer un llamamiento a mis recuerdos de niño y bosquejar las ferias de aquellos tiempos, que ya no volverán. ¡Oh témpora! ¡Oh mores!  Porque en aquellos tiempos el primero que venía a hacer la feria era el moro -como le llamábamos los muchachos- o judío Salomón, con sus barbas luengas y grises de patriarca hebreo y su gran cesta de dátiles y cocos, amén del sinnúmero de babuchas que, embutidas las unas en las otras, llevaba al brazo a modo de tercerola.

                         Seis de los siete días de la semana se estaba el judío voceando y vendiendo su mercancía con una indumentaria que, por lo vieja y raída, era ya incolora aunque no inodora; pero llegaba el sábado y el israelita, arrojando de sí la ropa mugrienta y hedionda, así como  los dátiles y las babuchas, se vestía como gran sacerdote, y ya podían pagarle a onza de oro ?entonces había esas- la libra de cocos, que no le harían daño al comprador.

                         Era aquel un judío de cuerpo entero y de alma más entera aún: mi madre, que de Dios goce, y que fue siempre excesivamente piadosa, si en la piedad cupiera el exceso, tomó sobre sí la ímproba tarea de convertir a Salomón al cristianismo, y aquellos sí eran coloquios: la una empeñada en hacerle ver al hebreo que Jesucristo, Dios y hombre verdadero, vino al mundo a redimirnos, y los pícaros judíos le crucificaron; hecho que apoyaba con mil testimonios bíblicos y pasajes de los catecismos de Gaume, Pougat, etc., el otro, cerrado a la creencia de que el Mesías no había venido aún, pero que vendría al punto, según sus indicios.

                         Y en estas sabrosas cuantas inútiles pláticas, repetidas siempre que Salomón venía a Priego, se pasaba tardes enteras sin convencerse ninguno de los dos, hasta que llegó un año ?y hace de esto treinta- en que mi madre se quedó esperando al judío, y el judío voló al seno de Abraham esperando al Mesías.

                         Otro de los factores principales de aquellas ferias eran los valencianos. Acudían quince o veinte por lo menos, e instalábanse en amplias tiendas, donde desplegaban todo un mundo de trastos heterogéneos: armas de fuego, calzado fino, plumeros, gafas y lentes, gorras de las llamadas hoy japonesas, mucho de perfumería, mucho de juguetería, un bazar, en fin, indispensable entonces para abastecer las necesidades domésticas hasta otro año, porque en el transcurso de él si ocurría a alguien comprar una mala escopeta de pichón, era preciso acudir a Eibar para que la mandaran, salvo el caso de que en medio del año cayera por aquí un valenciano, como pudiera caer la lotería.

                         Estas tiendas me sacaban de quicio: parte de las mil baratijas que allí se exponían, aguijoneando mi deseo, la contemplación de aquellas armas con las cuales pudiera uno hombrear, si las poseyera, me embobaba y convertía en perpetuo parroquiano de vista y de... olfato. Lo del olfato no era precisamente por las dichas armas, sino por lo que halagaba a mi membrana pituitaria, con su olorcillo, un arroz humeante que, guisado a diario con el primor de mundo por la mujer del valenciano, consumía luego la alegre pareja entre sendos tragos de vino. Por cierto que el marido, el Ché como le llamaban sus paisanos, me parecía un guasón de primera fuerza. Porque todos los días mandaba guisar pa ella, como si él no fuera a probar bocado, y luego se llamaba a la parte a la hora de comer.

                         Otro de los puestos más surtidos y convenientes entonces, eran los de loza y cristal. Y es claro ?no hablo del cristal, sino de la necesidad de esos artículos- como en el pueblo no había a la sazón comerciante dedicado a ellos, cuando llegaba esta época cada casa tenía que aprovisionarse de los platos, tazas, vasos, y demás receptáculos indispensables al servicio doméstico, durante un año, en consonancia con las exigencias de la familia y con el temperamento más o menos nervioso de las criadas. Porque había algunas de éstas ?y las hay todavía- que de septiembre a septiembre necesitaban una Cartuja.

                         En punto a recreos y espectáculos eran aquellas unas ferias muy animadas: desde luego, como nota pintoresca y simpática, no faltaba nunca el cuarteto de saboyanos, compuesto de dos arpas, un violín y una flauta, que tocaba desde el himno de Garibaldi hasta la picaresca danza Me gustan todas. A mí, por supuesto, me gustaban todas; las piezas musicales ¿eh?, no confundamos.

                         En la plaza del Palenque, y a ciencia y paciencia de las autoridades, se instalaban unos truchimanes, que de ser siete pudieran pasar por hijos de Écija, quienes arramblaban bonitamente con todo el dinero de los chicos y de los grandes... tontos, que nunca faltan.

                         El artefacto de que se valían para desplumar a los incautos llamábase billar romano, y tenía dieciocho cajoncillos en su parte inferior, donde precisamente debía caer una bola. De cuyos cajoncillos, ocho eran blancos, ocho encarnados y dos negros. Las puestas se hacían a blanco o a encarnado, y el color que ganaba obtenía un tanto igual al jugado. Cuando la bolita caía en uno de los compartimentos negros, el dueño del billar decía: -Pa aceite ?y recogía con la mayor frescura todas las puestas.

                         Tampoco faltaban prestidigitadoras al aire libre, con sus juegos de cubiletes, que eran el encanto de la gente poco avisada, ni exhibición de vistas ambulantes, explicadas a golpe de tambor por su dueño, una especie de maese Pedro, pero menos versado que éste en historia; véase la clase:

                         ¡Tan, tarán tran; tarán tran; tarán tran!

                         - Al frente se verá la batalla de los Castillejos, ganada por el general Prim a los moros. Ese que monta el caballo blanco es Prim, en el momento de dar una carga a la bayonesa. En esta batalla murieron 14.000 moros y sólo 250 cristianos.

                         ¡Tan, tarán tran; tarán tran; tarán tran!

                         -Al frente se verá el combate del Callado (a ver si os estáis callaos, interrumpía dando un pescozón a los muchachos).

                          -Esa fragata delantera es la Numancia, y en ella va el bravo Méndez Núñez y el general Prim.

                         Y como alguien replicara: -¡Qué disparate! Si Prim es de Infantería, -el del tambor añadió sin desconcertarse:

                         -Bueno, de Infantería de Marina.

                         ¡Tan, tarán tran; tarán tran; tarán tran!

                         Pero entre todos los espectáculos que por los años de referencia vinieron, ninguno tan sensacional y sugestivo como un tren, un verdadero tren en pequeño, montado sobre sus carriles de hierro, los que formaban un círculo de más de veinte metros de diámetro.

                         El convoy se componía de una maquinita de vapor, que arrastraba tres o cuatro minúsculos vagones. Como mis paisanos, en su inmensa mayoría, no habían visto el tren ni pintado, pues entonces no viajaban más que los diputados a Cortes, sintieron gran comezón por conocer prácticamente este nuevo sistema de locomoción ?diabólica, según muchos- y no sin santiguarse antes, se metían y apretujaban como sardinas en banasta en aquellos cochecillos que, una vez llenos ?y cobrado el billete circular- se ponían en marcha.

                         La impresión era entonces tan intensa que todos los semblantes se trastornaban: los hombres viajaban placidamente, a manera del que satisface una necesidad; los chicos palmoteaban entusiasmados, recibiendo una secreción desconocida; las mujeres, sobre todo las delicadas de estómago, sacando la cabeza por las ventanillas y provocando... la hilaridad, etc., del público que, entre grandes regocijos, veía aquella devanadera mecánica y esperaba su turno para ingresar en ella.

                         Así fue la cosa bien dos días, pero el tercero quiso el diablo que por obra suya, o por la de un muchacho, que es igual, a quien le inspirase la idea de poner una piedra en la vía, el tren se escapara por la tangente del círculo que lo aprisionaba y descarrilando diera en tierra con todos los viajeros en medio del susto general, traducido por gritos, lamentos y desmayos.

                         Aparte de algunas contusiones, no hubo que lamentar mayores desgracias, mas fueron suficientes las habidas para que nadie se volviera a subir en el tren; el público huyó del sitio de la catástrofe como de lugar apestado, y el francés dueño de aquel material siniestro tuvo que recogerlo de los barbechos y conducirlo en sendas carretas a otro tren más formal, no sin lamentarse chapurradamente del descaguilamiento.

                         Tales eran, a grandes rasgos pintadas, las ferias de antaño, y tales sus encantos.

                         ¡Qué contraste con las de hogaño! Ya ha desaparecido casi todo lo anteriormente descrito, por innecesario, pues la universalidad del comercio, la facilidad de comunicaciones y los nuevos prodigiosos inventos dotando a los pueblos de artículos y llevándoles espectáculos en que nunca pudieron soñar, hacen que las ferias solamente se conserven como reliquias del pasado, o como grato solaz y esparcimiento del presente.

                         A las antiguas tiendas de los valencianos, cuya efímera estancia no pasaba de cuatro o cinco días, han venido a suceder, con carácter de permanencia, magníficos establecimientos mercantiles abarrotados de cuanto es indispensable, y aún superfluo para la vida humana; las primitivas vistas al aire libre, pregonadas a golpe de tambor con escándalo de la historia y de la gramática, ceden su puesto a los modernos cinematógrafos, donde el espectador asiste a la representación viva de los sucesos más extraordinarios, sean reales o ficticios; la mezquina y pestilente iluminación compuesta de candilejas humeantes y chorreantes con que los feriantes se alumbraban antes, es suplida por intensos arcos voltaicos que con sus oleadas de luz parecen perpetuar el día, y en vez de aquel tren minúsculo, que no iba a ninguna parte, sino a dar en tierra con unos pobres viajeros, surge hoy majestuoso el automóvil, con energía bastante para dar la vuelta al mundo. (Si es que no se estrella en mitad del camino?[1]


 


[1] VALVERDE LÓPEZ, Carlos: De antaño a hogaño, Diario de Córdoba, número 17029, 19 de septiembre de 1906.





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