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17.08. EFEMÉRIDES DE PRIEGO Y ALDEAS EN LA PRENSA CORDOBESA (1852-1952)

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

4. DONDE ACABA LA ACERA

Silleteros, carpinterías, modistillas, cosarios y otras ocupaciones de los vecinos para salir adelante.

© Enrique Alcalá Ortiz



   

   S

i el silletero usaba herramientas muy simples en sus trabajos, -creo que ni siquiera tenía un banco-, en la casa de abajo, en la carpintería de los Aguilera, se oía chirriar frecuentemente la, para mí, gigantesca aserradora mecánica con su hoja metálica de afilados dientes que dividía en su momento, en movimientos parabólicos sin fin echando serrín a un lado y otro, los largos tablones de madera. Esta industria artesanal se trasladaría más tarde a la calle Belén, a un inmueble más espacioso, mas por poco tiempo. Aquí se produjo un grave accidente, aunque no de tan aciagas consecuencias como el que tuvo lugar en la casa de enfrente, la fábrica de sombreros, como después veremos. Uno de los empleados llamado el Rubio, en un descuido, puso la mano delante de la sierra mientras trabajaba, y ésta se llevó un dedo. El accidentado era un chaval que se quedó mutilado para toda la vida, aunque hoy vive feliz en la Plazuela de San Antonio, uno de los lugares más encantadores de la Villa. Él se unió de esta forma al de algún caso aislado en el pueblo, de personas a las que le faltaba el dedo índice de la mano derecha. No obstante, en esta última ocasión el accidente no había sido fortuito, sino provocado, porque con esta mutilación se libraban de ir a la mili y, por consiguiente, de las posibles contiendas bélicas tan frecuentes hasta el año 36, aunque después hemos tenido la de Sidi Ifni y el Sahara. De esta forma tan bruta, amputándose el dedo de un tiro, se declaraban insumisos u objetores de conciencia. La metodología moderna es más sutil, y sobre todo, menos sangrienta. En la casa de la carpintería, vive mi tío José Alcalá‑Bejarano, que se casó ya viudo, con una mujer de la familia propietaria.   

            Más abajo, ya en la aguda esquina que hace en ese lugar la calle San Luis, vivía el cosario de Málaga. Con un pequeño camión, el Sr. Jiménez se ganaba la vida llevando paquetes y recados a la capital de la hoy llamada Costa del Sol. Uno de sus hijos se hizo sacerdote. Uno más de los cuatro que se ordenaron en el barrio junto a Joaquín Higueras, Blanco y mi hermano. El otro hijo, José Tomás Jiménez, es amigo y maestro de mi misma promoción, ejerciendo la enseñanza en Córdoba donde se ha hecho una casa magnífica. Cuando el cosario murió, le vendieron la casa a una mujer casada, pero que había estado antes ejerciendo oficios de reputación dudosa, por lo que su leyenda se corrió por toda la vecindad, mucho más rápido que el rayo. Aquí siempre fue una vecina irreprochable.   

            Después del ángulo de la esquina, como la acera ensancha otra vez, era usada de nuevo por la chiquillería, aunque esta vez, no como pista de deslizamiento, sino como sala de recitación. Al salir por la tarde de la escuela, después de comerte el joyo, algunos días, nos juntábamos la pandilla y nos sentábamos en la acera. Los mayores empezaban entonces a contar historias y más historias de una forma interminable. Había uno, llamado José, un poco mayor que yo, que brillaba por su imaginación desbordante. Me tenía asombrado cada vez que empezada con sus atolondradores relatos. Siempre me estaba preguntando cómo poseía un carrete de hilo tan fantasioso para variar de tema todos los días e inventarlos continuamente. Así de esta forma, entre quimeras y espejismos, pasábamos embelesados varias horas, escuchando aquellas narraciones que tanto disfruté y que ahora no recuerdo. Esas mismas horas de hoy que los chicos consumen delante de la pantalla del televisor. Aunque por otra parte, si se pusieran hoy allí, estarían a cada segundo en grave peligro de atropellamiento por los cientos de vehículos que se dejan caer cuesta abajo. Hubiera sido interesante hacer una recopilación de aquellos tesoros de la tradición oral.

            En aquellas infantiles sesiones de las mil y una noches, no todo eran clases de literatura improvisadas. También se aprendían cosas de la vida, que ni en la casa ni en la escuela te enseñaban y de las que era tabú hablar, pues ni siquiera se podían nombrar, sin embargo, todo el mundo frecuentemente está pensando en ellas. Aprendí de aquellos chicos grandotes qué era "hacerse una paja" y "qué era follar". Mis primeras clases de sexualidad me las dieron gratis estos maestros sin título y sin programación de ninguna clase, apenas unos años mayores que yo, pero que al tener su pubertad recién estrenada alardeaban, con un pavoneo orgulloso ante los más pequeños, sus nuevos descubrimientos para muchos todavía desconocidos, porque estábamos en el limbo de los justos. Y para que todo no fueran palabras y teoría, como buenos maestros, un día, ante los atónitos ojos de los menores, nos dieron una clase práctica. Y qué clase, madre mía.

            Según me contaron, ya antes se habían llegado a una pobre chica y la habían desgraciado. Una tarde la atrajeron hacia el grupo y mientras se iban contando una de aquellas historias, ya anochecido, llegamos pronto cerca de un caz que había al terminar la calle Molinos, detrás de los patios de las "Casas baratas". La tumbaron en el suelo, le levantaron el vestido y uno de mi calle se echó encima de la chica y el contingente de su sexo pelambroso la penetró durante el rato necesario para ahuyentar la honestidad de aquellos parajes de desgracia. Después del primer catador, el golpe de cabestro se lo dio otro compañero en cuyo semblante brillaba la aceleración de un cohete de feria. Habían desprendido, con la incauta debajo, las finas cortinas de la inocencia de los otros miembros del grupo que desde entonces habíamos aprendido a "follar" de una forma canallesca, porque "hacer el amor" indudablemente, como después experimenté, era muy diferente a aquella refriega combativa.





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