Por Domingo Arjona Casado

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A la falda del monte

de las olivas,

donde tiende sus brazos

la cruz divina,

brota un venero,

do se mira el piadoso

pueblo de Priego.

 

¡Qué corriente tan pura!,

no hay más que verla,

como brota a raudales

de entre las peñas,

para creerse,

que es la Virgen bendita

quien la protege.

 

Allí está, sobre un risco

de estalactitas,

tras los cándidos pliegues

de sus cortinas,

sobre un retablo,

que de piedra le hiciera

mi pueblo amado.

 

Dos sauces le dan sombra,

luz, tres cristales,

brisas, cuatro azucenas

y dos rosales,

y glosas bellas

los cuclillos y pájaros

de la alameda.

 

El cielo le da un manto

de pedrería,

las alondras del cielo

sus armonías,

y entre oraciones

mis paisanos, sus vidas

y corazones.

 

Cuando paso delante

de su faz bella,

me parece que dice

detente y reza,

reza un momento,

que estás malo y anhelas

ponerte bueno.

 

Y como quier que todos

los que la miran

en sus labios encuentran

las frases mismas,

de ahí el anhelo

de venir a rezarle

todo mi pueblo[1].