© Enrique Alcalá Ortiz

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ace pocos años, la Real Hermandad de María Santísima de la Caridad y Santísimo Cristo de la Expiación organizaba también un Vía Crucis Penitencial por las calles de la Villa, haciéndolo cada martes de Cuaresma. Al final, considerando que era mucho dos vías crucis a la semana, uno el martes y otro el viernes (organizado por la Hermandad de los Dolores), decidieron hacerlo solamente una vez, el martes anterior al martes santo, día en que hace estación de penitencia su cofradía. 

                Si las estrechas callejas del barrio de la Villa, sobrecogen el ánimo, sea día o noche, con la luna o con sol, dando solamente un paseo nostálgico, este vía crucis, rezado y cantado, en el que se procesiona el Cristo de los Ajusticiados, llevado por un penitente, acompañado por dos faroles de misterio, tiene que arrebatar el alma necesariamente. Las catorce estaciones están señaladas con esmero por la Cofradía que empieza en la calle Jazmines, sigue por la calle Real, Plazuela de San Antonio y Santa Ana para terminar en la iglesia de la Asunción. Los vecinos colaboran y ayudan a la Hermandad, sacando sus Cristos para crear estaciones de penitencia, y además cuelgan candiles encendidos en las ventanas de sus casas a lo largo de todo el recorrido. Así la luz parpadeante, desprendida por el aceite al arder, genera acompañamiento y escolta a la luz interior de las circunspectas almas rezadoras de este vía crucis mágico. Esto es lo normal, cuando el tiempo no lo impide, pero este año, en el momento en el que todos se disponían a salir al relente de la noche, el cielo desprendió algunas gotas y se convino hacerlo en el interior de la iglesia, quedándose estaciones y candiles compuestos y sin uso. Después no llovería, pero ya iniciado, se continuó bajo techo sagrado. 

                Cristo y faroles se fueron desplazando delante de cada una de las estaciones de la iglesia, mientras un hombre o una mujer, por turnos, leían las meditaciones para terminar rezando unos padrenuestros y avemarías. Al pasar algunas estaciones, Manuel Cobos Rísquez, párroco de la Asunción, entonaba una canción, seguida por el público asistente.  

Los ánimos hicieron vía crucis de reflexiones, seguramente provechoso para su denuedo y su alma, más poco espectacular, por celebrarse a cielo cubierto, mientras los candiles enrejados seducían con su luz de mecha oleícola a los que esperaban un vía crucis callejero.