© Enrique Alcalá Ortiz
primera vista, el viaje parecía uno más de las muchas excursiones que cualquier agencia prepara un fin de semana para ir a la playa a tumbarse en una hamaca mientras el sol colorea la piel y más tarde, cansados de arena y agua salobre, tomarse unos pescaítos en el chiringuito más cercano entre el griterío de la bullanga festivalera y el son lejano del oleaje.
La aparición de una furgoneta con el Simpecado y algunas viandas para invitar al coro de Santa Fe que cantaría durante a Misa, denotaban que el peripIo que iniciaba el autobús repleto de hermanos rocieros y simpatizantes tenía unas connotaciones específicas. Cada domingo del año litúrgico rociero, en la aldea de El Rocío, una o varias hermandades acuden a celebrar la Misa de Regla que les hace estar en contacto devocional con la Virgen a la que adoran y con la Hermandad Matriz de Almonte a la que obedecen.
La llegada, ya anochecido, al espacio de atracción mariana escribe celajes de sorpresa al que por primera vez desembarca en un mar de arenas edificadas, frente a un hotel que ha crecido a lo largo como un escorial montañero para poner contraste a las torres hercúleas que unos kilómetros más abajo borran el paisaje de las playas. Un aseo rápido, en unas habitaciones inmaculadas, y andar por las sueltas arenas con dirección a la ermita que a cada paso de pie desenterrado se va agrandando e iluminando sobre el fondo oscuro de la noche. Una breve salutación rezada ante esa imagen medieval que contornea resplandores celestiales en su apariencia de niña y madre, será el epílogo de una caminata sobre ruedas y el prólogo de una estancia romera. Si bien durante el trayecto no se para de cantar temas rocieros, vuelve a llamar la atención un zagalote que con guitarra presta se pone a cantar delante de la imagen. ¿Quién dijo que la oración tenía que ser palabras bilabiales, susurros entrecortados y golpes de pecho? Y aquí estamos ante una característica que no poseen otros centros de atracción mariana como Guadalupe, Zaragoza, Montserrat, Fátima, Santiago de Compostela, o nuestro cercano Santuario de la Cabeza de Andújar: la emoción cantada. Se canta emocionado, y se emocionan cantando; se canta mientras se reza y se reza cantando.
Necesariamente debemos crear una seguidilla para ir con el ambiente:
Somos pueblo que reza
mientras canta
y en los cantos esculpe
sus plegarias.
Y así orando,
la copla hacia el cielo
va suplicando.
Terminada la cena, el amplio comedor se va llenando de una excursión de la tercera edad a los que se les ha dicho que habrá fiesta rociera después del condumio. Nuestros hermanos sorprendidos, cocinan platos de música, palmas y coplillas a gusto del auditorio y del suyo propio.
Por la mañana, la luz del día recalca que las arenas están más sueltas, las marismas inexistentes a causa de la sequía, las innumerables sedes de las hermandades más solas en su grandeza de cuartel estacionario. Cuánta devoción y algarabía recogen sus estancias ahora desiertas. Mientras tanto, unos jóvenes lucen contento en sus corceles al trote, y por una esquina de la amplia plaza el tintineo de unos cascabeles anuncian el paso de un carruaje, cuyos conductores nos invitan para hacernos unas fotos testimoniales.
Entrado el día, al ser domingo, delante de la ermita se contempla un mar de coches estacionados y un río de peregrinos móviles que acompañan al que de bronce, estático, simula toca y canta con flauta y bombo, hecho monumento de estatua sobre una base de estilo sevillano de ladrillo visto y cerámica celeste. La visión restante la completan los tópicos tradicionales: puestos de venta callejeros con recuerdos variados de la visita, tiendas con velas (para encender en una estancia especial fuera del templo), medallas, pulseras, rosarios, banderines y un largo etcétera; ciegos y tullidos que acuden a la limosna fácil; loteros voceadores de suertes millonarias; turistas con sus videos y sus cámaras recogiendo colores marismeños; y muchos peregrinos, con trajes rocieros o con vestidos de calle que llevan una caña cogida al paso a la que han coronado con ramas de romero.
A mediodía, desde el hotel se inicia la marcha procesional con dirección a la ermita donde tendrá lugar la misa oficiada por el consiliario Manuel Cobos Rísquez. La abre el cohetero que rompe el silencio, a tramos de unos pasos, para anunciar la llegada del cortejo. Continúa el tamborilero y su fémina flautista como aprendiz avanzada, seguido del estandarte, el rico y costeado Simpecado, los hermanos de la directiva con sus trajes camperos y sus varas de mando y un buen número de acompañantes.
Miembros de la Hermandad Matriz dan la bienvenida, hacen los honores y abren paso hasta el presbiterio, donde en sitio preferente se oye y se escucha una misa rezada por el sacerdote y cantada por los amigos del grupo granadino.
Después de la Misa, la emoción cantada había de sorprendernos de nuevo en varias ocasiones. Al paso del Simpecado, grupos de vecinos y residentes salen a la calle a saludar y contemplar la escena. Una familia, se arranca a cantar y el desfile detiene su marcha. La invocación asciende de nuevo, mientras el ánimo sorprendido borbotea síncopes en un corazón anonadado.
Más tarde, mientras el Simpecado y estandarte son desprendidos de las astas, se inflaman de nuevo los cantares y el hechizo de esta devoción mariana "andalucea" como exordio y colofón de un pueblo que reza mientras canta o que canta rezando.