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12.053. MENORCA Y PEDRO ALCALÁ-ZAMORA ESTREMERA

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

14. UN ENSANCHE PARA JUGAR

Descripción de algunos juegos infantiles realizados al aire libre.



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

         Como el capitán romano nos ha dejado en lo alto de La Cuesta, al bajar, podemos hacerlo por Ribera de Molinos. Al comienzo de esta calle hay uno de los ensanches más grandes de todo el barrio, por lo que era aprovechado por los chiquillos para expansión y ocio antes de que se edificaran las Casas Baratas. Incluso hoy, la rifa de la Hermandad de Belén se celebra en este lugar más espacioso donde caben sentadas un buen número de personas, y de pie, al lado de la barra portátil, otras tantas.

         En el piso de tierra de esta parte alta del barrio, he pasado muchas horas. Muchos ratos de juego lúdico que hacen de la infancia sonda aprovechable de ansiosos descubrimientos si no moralizantes, sí educativos. Era un tiempo de jugar en las calles y plazuelas. Éstas eran un segundo domicilio donde pasabas buena parte de tu vida. Por entonces, la mejor de ella. La bien aprovechada. Quizás el destino humano no sea el trabajo, sino el juego, y nuestro paraíso perdido se hizo absurdo cuando pusimos cobertizo y paga al desinterés de la innata actividad primitiva.

         Como buena parte del firme era de tierra, aprovechábamos esta circunstancia terrenal para nuestro contento y alegría. Miles de toreos fueron alfombra en el polvo callejero y oropel de nuestros sueños. Esta chuchería se sacaba de las cajas de cerillas, se tiraba el cajoncillo vacío, se abría la cubierta, se eliminaban los dos bordes pequeños y te quedabas con los dos grandes, con los toreos, en otros lugares llamados estampitas. Mi buen amigo, Francisco Fernández Pareja, en su precioso libro titulado Vocabulario de Priego de Córdoba y su comarca, recoge esta voz diciendo que es un cromo recortado de las cajas de cerillas con el que juegan los chiquillos, y sienta la hipótesis de que tal vez se llaman así porque antiguamente traían figuras de toreros. Tenían éstos, unos dibujos a una tinta muy primitivos, después se harían sofisticados, a colores y ya serían buena pieza de coleccionista. Para nosotros su valor no era coleccionable, sino billete de curso legítimo (no legal) de un hipotético banco infantil. Mi riqueza fue tal, que llegué a tener una arqueta llena de ellos. ¡Era rico en baratijas de quincalla! Aunque también se canjeaban por billetes de verdad: los "toreos" de las personas mayores. Veinte eran los que cabían dentro de la cubierta de la caja, por ellos te llegaban a dar en los buenos tiempos hasta una peseta. Así que cuando vendías varios paquetes eras el chico más rico del barrio.

         El juego más empleado donde se usaban, solían participar dos, tres o más jugadores a la vez. Cada uno de ellos se proveía de una piedra llana (un tejo) y unos pocos toreos que eran las fichas de plástico de nuestros casinos. Señalábamos una raya en el suelo, y a unos pocos metros de distancia dibujábamos una circunferencia (una redonda no geométrica) donde cada uno de los participantes amontonábamos el número de nuestra jugada. Desde allí, tirábamos el tejo a la línea y el que más cerca se quedaba era el primero en salir y por lo tanto el que llevaba ventaja. Era frecuentemente motivo de discusión y discordia averiguar la distancia exacta cuando había poca diferencia. La medías con cuartas de la mano y también con pajitas. Llegar a un acuerdo era la salsa picante que se degustaba de una forma crónica. Puesto ya detrás de la raya, lanzabas tu piedra procurando alcanzar los toreos y sacarlos del círculo pues ésa era la ganancia. Si lo lograbas, continuabas jugando, ya desde donde había caído la piedra, y con nuevos lanzamientos, procurabas sacar los máximos posibles a porrazo limpio. Si no lograbas nada, era el turno del otro. La desgracia mayor que te podía ocurrir era pincharte. Te pinchabas cuando tu tejo se quedaba dentro del círculo. Entonces perdías la partida y el contrincante se llevaba todos los que había dentro, incluso los que antes uno había sacado en esa partida. Tantas pedradas se daban que muchos eran eccehomos llenos de rajas y agujeros, y con razón, porque los pobres soportaban un pedrisco cascajoso sin proferir ninguna blasfemia bíblica y sin llevar vida escandalosa de mujer pública. Los más viejos, los metías en la funda para su venta o juego, mientras que los rotos eran desechados con todo el dolor del alma. Era el impuesto que había que pagar por los ratos de esparcimiento.

         Me pregunto ahora la razón por la que había tantos. Y la respuesta obvia me viene porque era el elemento flamígero más usado. El intrincado camino de la posguerra ponía calvicie de necesidades en la miseria y estrechez de un pueblo alejado del consumo, pero el toreo era envoltura del mixto y al ser de elaboración nacional (Fosforera Española era la fábrica) tenía beneplácito y permiso, y por lo tanto venta asegurada en el consumo interno. Los fumadores además usaban mecheros de gasolina o yesca que se prendían con piedra fabricada, aunque todavía guardo en la memoria, fumadores con dos piedras de pedernal que las hacían chasquear con una tomiza o cuerda de borra cerca, hasta que ésta se prendía. Soplaban rápidamente varias veces para extender el fuego sin llama al cigarro, que estaba esperando la lumbre. Humeando éste, se guardaban los útiles en el bolsillo hasta nueva necesidad.

 





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