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15.02. EL ERMITAÑO

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

17. POLOS "HELAOS"

Descripción de una nevería instalada en el barrio y vendedores ambulantes de helados y polos.

 



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

         Después de pasar la bocacalle de Enmedio Belén, se encontraba la nevería de los Parras. Era un negocio familiar que se mantenía en una época en la que no había aparecido el frigorífico. Por entonces, los métodos de conservación de alimentos eran los heredados de las tribus primitivas, allá por el Neolítico. No quiero avanzar más en la historia, porque podría llegar a los adelantos de las épocas glaciares donde todo se congelaba al aire libre. El bacalao, alimento popular entonces donde los haya (hoy bocado de pudientes), se vendía salado como producto típico y principal en todas las tiendas de alimentos. A la sal, como producto de conserva, se unía el aceite y la manteca, abrigo y manta de los tacos de lomo y las tajadas de morcilla o de chorizo. Durante el verano, la pila del patio era piscina de frutas y hortalizas. No habían aparecido aún los contadores de agua, porque no existían depósitos ni por lo tanto gasto para su elevación, por lo que las casas situadas encima de la Fuente del Rey no la tenían corriente. Donde estaba instalada, el caño de agua fluía incesantemente de noche y día. El rumor de su caída era consubstancial en todas las casas cuyos moradores no sospechaban que más tarde tendrían que ponerle llaves a sus cañerías y sordina de sequedad a lo que antes era acuoso descarrilamiento de una abundancia interminable en cada uno de sus caños dorados y corroídos por la cal. Tomates, pimientos, cebollas, sandías y melones, jugueteaban con el desagüe de la pila, siguiendo el traqueteo del pequeño oleaje producido por la caída del agua. Y con el cuerpo refrescado por el natural frescor de las aguas de Priego, esperaban turno para ser sacadas chorreando y servirse en el momento mismo de su consumición. Por entonces, nos parecían frescas y deliciosas, pero hoy, acostumbrados al frío eléctrico de los congeladores, tendrían, en nuestros refinados paladares, una temperatura churra.

         La casa vivienda nevería tenía un largo pasillo que daba justo enfrente donde estaban enterradas las máquinas congeladoras en las que fabricaban unas largas barras de hielo de forma prismática. En la misma casa, vivía la familia encargada del negocio, aunque creo que tanto casa como empresa eran arrendadas. Como los hermanos neveros eran amigos de mi hermano Tomás, en más de una ocasión entré a ver la nevería y tuve la suerte de contemplar todo el proceso de congelación del agua y, en algunos casos, coger pequeños pedazos de nieve que me llevaba con alegría a la boca ávida de esa sensación de frío invernal. Era un lujo esta nevasca de caramelo insípido y congelado que quemaba el contento de mis labios, por lo que me lo echaba rápidamente de un lado para otro de la boca, y ya, sin poder resistir su glacial caricia, lo tenía que expulsar a las manos mientras la boca, mis labios, lengua y paladar recuperaban un poco su calor perdido.

         En mi casa rara vez se compró hielo. Una de las pocas veces que recuerdo fue cuando mi hermano cantó misa. En aquella ocasión, se hicieron dos garrafas de helado para regalar a los invitados, que habían acudido a la fiesta que se le hizo a familiares y conocidos para celebrar el evento. Y ello fue porque los padrinos pagaban el gasto. Supieron a poco y por razones evidentes, ¿no?

         En los veranos había vendedores ambulantes de helado y polos que lógicamente hacían las delicias a los poseedores de unas perras gordas. Por un par de estas monedas, te daban un polo, muy colorido, pero todo nieve, o te ponían un corte de helado con un instrumento en forma de caja donde colocaban una galleta, se deslizaba una palanca hacia abajo para crear espacio, se llenaba éste de helado con una pequeña paleta, se cubría con otra galleta y por último se hacía subir la palanca para que saliera el corte ya listo para su consumición. El día que le decías que te pusiera una peseta, hasta las veletas de los tejados giraban más deprisa. Al menos así me lo parecía. Cuando el heladero había cubierto todas las posibles ventas de la calle, cogía su cilindro helado y se marchaba en busca de más negocio. Después, ya más adelantados y prósperos, se hicieron construir unos carritos que empujaban ellos mismos de una calle a otra. En lugares estratégicos del barrio, se les veía esperando a su seca y ávida clientela, descansando con un pie sobre la rueda del carro, la gorra a un lado y echando un cigarrillo de picadura liada a mano.





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