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03.22. COMENTARIOS PASAJEROS. (Opiniones sobre la política municipal de Priego de Córdoba, 2011-2012)

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

18. BESAR EL PAN

Vivencias de los vecinos junto al horno de pan, fuente de la vida y necesidad primaria.

 



 

                        © Enrique Alcalá Ortiz

 

 

 

         En esta parte de la calle, ya no había nada extraordinario. Casas de labriegos o empleados hacían vecindad amable su ciudadanía de barrio. Sólo en una casa había ocurrido una grave desgracia. Mientras una chica tenía a su hermano menor entre los brazos, se le cayó al fuego y el pobre bebé tuvo la mala fortuna de quemarse gran parte del rostro y una oreja que perdió completamente. Daba un repelús contemplar de cerca su cara desfigurada por las cicatrices, si bien este repeluzno no era de asco ni repugnancia, sino más bien de pena al contemplar su desgracia. Me lo encontré en Andújar donde vivía casado y feliz, nos saludamos con alegría mientras recordábamos nuestros tiempos de la Huerta Palacio, y sobre todo los ratos que pasábamos jugando. En su rostro de adulto, se habían dosificado las cicatrices del fuego habiéndose normalizado parte de su aspecto. Me alegré de veras.

         En la otra acera de la calle Ribera de Molinos, estaba uno de los hornos de pan más importantes del pueblo. Su dueño entonces era Pablo Ariza Garrido, un industrial casado con una parienta lejana de mi madre. Al ser la harina y el pan el alimento básico de la alimentación de los años cuarenta y cincuenta, ser propietario de un horno era una cosa muy considerable a los ojos de los vecinos. Su mano administraba el alimento bendito, puesto que en las casas escaseaba de todo, pero lo que no podía faltar era un pedazo de pan. Aunque fuera duro. El horno de pan se consideraba el segundo templo del barrio y su producto santo. ¿Por qué si no la harina de trigo se transubstancia en cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo? Le seguía en veneración a la ermita de Belén. Cuando se caía un trozo de pan al suelo, te mandaban cogerlo y después de una supuesta limpieza con las manos, había que besarlo en un acto de veneración profana. El pan era una cosa del Señor. La frase, "te lo ganarás con el sudor de tu frente", era versículo que ponía ruedas de literatura a la escasez reinante.

         La alimentación se basaba en la harina y buena parte de lo que se ingería, era trigo en diferentes preparaciones. Tejeringos, churros, buñuelos, papuecas, retorcíos, gachas normales, de leche, de café, de cebada, migas y tortillas de harina fueron compañeros obligados en una dieta muy poco variada. Me acordaré toda mi vida cuando un día al llegar a mi casa, a la hora del joyo me dijo mi madre: "Ya no hay más pan negro". Desde entonces, el hecho de comer para vivir había cambiado de significado porque el azote de una plaga bochornosa había reblandecido su tirantez.

         Lo primero eran aquellos panes de verdad, de a kilo, redondos como una luna creciente y hermosos como un sol de agosto, donde había alimento para muchas personas y como al tener más peso en proporción eran más baratos que los medios y los cuartos y modernamente las barras, se compraban más a menudo. Conforme la vida se fue encareciendo, para no hacerse odiosos a los consumidores, la Administración en vez de ir subiendo el pan, porque subirlo era asesinar al pueblo, fueron reduciendo su peso y vendiendo la pieza al mismo precio. Esta sutileza económica, fue usada en muchas ocasiones, por lo que con los años en vez de comprar un pan de kilo, comprabas uno de 800 ó 700 gramos. Aún hoy, cuando las ruedas de tejeringos suben unas pesetas, suelen aumentar sus diámetros unos centímetros durante unos días para desinflarse a los pocos, cuando la gente ya se ha olvidado de la subida.

         Donde se notaba más la sisería de los dueños de los hornos era cuando llegaban los inspectores de pesas y medidas. Aquellos días podías hacer las compras con tranquilidad porque ninguno sacaba los productos con un peso inferior al reglamentario. Los panes, misteriosamente, eran más grandes, habían crecido de una forma apreciable. Lo gracioso de esto (una pena más bien) era que todos los industriales sabían de la visita de estos funcionarios, y en esa ocasión, se ponían al día y fabricaban sus productos usando las medidas reglamentarias. Se dirían para sí que unos días al año no hacían daño. El siseo en las tiendas era tributo añadido para los compradores necesitados. Cada negociante, en el marquesado de su negocio, se estrujaba su mollera y con la osadía de la picaresca más refinada, ponían a sus clientes y empleados unos impuestos votados por ellos mismos, que cobraban sin haber sido publicados en los boletines oficiales. Como no había estos modernos aparatos electrónicos y computarizados, lo normal eran las balanzas de dos platillos, uno para colocar el producto y otro para las pesas de hierro o de aleación. La fiscalía te autorizaba unas medidas y después se usaban otras trucadas. Lo más corriente era que en la parte inferior del peso hubiese una pieza desmontable que se caía incomprensiblemente cuando los ángeles de la fiscalización volaban a otros lugares.

         El pan te lo daban sin envolver, estaba en unos grandes canastones y cogido con las manos, te lo ponían encima del mostrador para ser retirado en unas talegas de fabricación casera. Fue ya una sutileza y un lujo refinado cuando fueron apareciendo algunas que tenían bordada o recortada y pegada en su centro la palabra pan. Con ello, se demostraba a todo el mundo que en aquella casa se comía el producto publicado en la leyenda. Se veían a todas las mujeres del barrio con las talegas en las manos, sus delantales, sus alpargatas y sus moños, hacer procesión camino de la panadería.

         Al horno, pues, había que ir todo los días, además de los especiales festivos. Me parece que los únicos días que no había pan era el Viernes Santo y el de Navidad. Todos los demás días, incluso los domingos, eran días de pan. En las fiestas de la Candelaria, fabricaban unas rocas especiales que se llevaban a la parroquia para que las bendijera el cura Aparicio. Se solían adornar unas canastillas donde se colocaban con cierto gusto y Cuesta arriba con ellas para recibir el agua bendita que el hisopo esparcía generosamente. Los días anteriores a la Semana Santa había una multitud de mujeres fabricando con sus propias manos las magdalenas. Y en los de Navidad, en este mismo ajetreo, se confeccionaban los mostachos. Esporádicamente, se llevaban al horno para asar pimientos morrones y batatas o cualquier dulce, como los bollos que se hacían para festejar algún acontecimiento familiar. Muchas veces, entré en el horno y disfrutaba viendo como la recién comprada amasadora automática iba sin cansancio dando paletadas hasta que la masa estaba en su punto. Después, los panaderos, blancos como la harina blanca, pesaban con una rapidez inaudita el trozo de masa al que le daban forma de pan en segundos para colocarlos sobre largos tablones en hileras perfectas. Antes de ir al horno, se les imprimía unos sellos con la indicación de sus características y con unos cuchillos se le hacían unos cortes para que al pujar con la cocción no se deformaran. Los hornos eran todos de leña. Junto a sus gruesas puertas de hierro accionadas con palancas gigantescas y pesadas, solía haber montones de palos esperando su turno para el fuego. Me impresionaba ver al panadero con su kilométrica pala de madera levantar la puerta del horno, extraer los panes ya cocidos a pares y triples, y colocar los que ya habían fermentado. El olor a pan recién hecho era mecha que encendía de gusto las pituitarias de mis narices que insuflaban mis pulmones con este halago lujuriante. Para el deseo del hambre, creo que no hay otro olor más rico que éste, desprendido por el pan acabado de cocer.

         En la dieta actual cada vez se lleva comer menos pan. Está pasando a ser un componente más de la alimentación, dejando de tener la importancia principalísima de antes. Y la tendencia es ir reduciéndolo de la dieta. No está de moda comer mucho pan, que se va viendo como un alimento primitivo y poco sofisticado. Como contraste de la vida, la diosa televisión anuncia hoy el pan negro que mi madre dijo que ya no se fabricaba. Le llaman integral y se usa como un lujo para no engordar. Así que entonces, yo no sabía que estaba haciendo dieta de ricos. ¡Qué cosas!  





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