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12.016. HISTORIA DE PRIEGO DE ANDALUCÍA. (Tres tomos)

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

21. ROBANDO ESTERAS

Pequeñas pillerías para alimentar el fuego de las hogueras del Carnaval y métodos de calección con picón de orujo.

 

 



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

                                                             

         Los molinos de aceite van unidos en mis recuerdos con alguna de las pillerías más importantes de mi infancia. Y ésta de ahora, por las consecuencias un poco tragicómicas, se me ha clavado para siempre en la cinta cerebral de mis recuerdos. Resulta que cuando se iban acercando las fiestas de la Candelaria, los chavales amontonábamos trastos viejos de madera y nos lanzábamos al campo en busca de ramas y troncos para proveer el gran fuego de la noche a cuyo alrededor hacíamos los famosos rincoros. En una ocasión, los mayores se trajeron entera la choza de un labrador de La Vega. Éste apareció más tarde, buscando a los robacasas y a su propiedad, pero su gestión fue inútil porque ya había sido quemada la noche anterior, mientras contaban con orgullo la gesta llevada a cabo. Otros más osados, cuando faltaba material, se acercaban a los molinos y robaban esteras y capachos de esparto pringosos por su uso, y por lo tanto óptimos para ser quemados. En una aventura de éstas, nos llegamos una partida de valientes amigos al molino de los Canos, situado donde actualmente está el Centro Médico. Después de decidir el golpe, el más intrépido empezó a bajar el amplio pasillo que daba acceso al patio donde se ofrecían las esteras tendidas sobre los bordes del montón de aceitunas. Los otros, mientras, nos quedamos agazapados a la puerta, observando como discurría su emocionante aventura. Pero cual sería nuestra sorpresa, al ver que cuando nuestro compinche estaba con las manos en la masa, las puertas de entrada empiezan a moverse con una rapidez de émbolo y nos dan en las mismísimas narices. El desasosiego de nuestros corazones no fue capaz de paralizar nuestras piernas, por lo que echamos a correr hasta que pusimos distancia topográfica entre nuestro cuerpo y el molino. Por lo visto, nos habían visto llegar y mientras nosotros hacíamos nuestros planes de ataque, ellos hicieron sus planes de defensa y se escondieron sigilosamente detrás de la puerta. Cuando vieron al caco en la faena, cerraron de golpe las puertas. Nuestro valiente compañero apareció más tarde almidonado de alpechín. Los molineros, según costumbre, se habían tomado la justicia por su mano, y sin tener en cuenta sus sollozos y súplicas de arrepentimiento momentáneo y sus gritos de no voy a hacerlo más, lo habían metido en las alpechineras hasta el cuello, mientras lo amenazaban con más fuertes castigos si volvían a cogerlo de nuevo. Uno y otros sabían que todo era en vano, porque mientras hubiese fuego y esteras, habría ganas de robarlas y vivir una aventura. Ellos mismos también lo habían hecho de pequeños.

         El picón de orujo como subproducto derivado de la molturación de la aceituna fue usado en mi casa durante muchos años. Tantos como estuvo la fábrica y el molino funcionando. Se usaba orujo como combustible en las calderas de vapor para calentar el agua que harían mover las máquinas a través de una serie ingeniosa de ruedas, ejes y correas de material, aunque la que yo vi era para usarla en las pilas de tinte. A la caldera había dedicado un empleado, el fogonero, que estaba constantemente mirando las agujas indicadoras de la presión y echando orujo con una pala al fuego. Después, apagado éste convenientemente en su momento, daba lugar al picón. Éste era mucho más fino que el que además vendían los carboneros obtenido de ramas y troncos y por eso llamado picón vegetal. Numerosas horas pasé calentándome delante de la caldera porque solía ir a la fábrica muchas veces a llevar recados o el desayuno a mi familia.

         Como empleado, a mi padre le daban cada año los sacos suficientes del sucio y negro picón para proveer el brasero invernal. Mi madre era La chiquita piconera, de Julio Romero de Torres. En la casa había una mesa grande, cubierta con un hule fijo que se colocaba con unos junquillos en la que cabían seis personas. Esta mesa tenía usos múltiples y lo mismo servía para trabajar en ella como para la comida. En invierno, se convertía en mesa camilla. Se le ponía las verdes enagüillas, la tarima y el brasero. La lumbre, generalmente, era el picón de orujo. Muchas veces había que encender el brasero con ramas y palos secos, pero lo normal era echarle un poco picón a la hora de acostarse y así había lumbre para el día siguiente. De vez en cuando, se tenía que coger la paleta y dar una movida para recuperar el calor perdido. Aparte del polvo y del olor, era peligroso por los gases que emanaba y el oxígeno que consumía en locales cerrados. Por eso, de vez en cuando, había que abrir las puertas de la calle para recuperar el aire perdido. Este detalle era motivo de preocupación, porque se producían casos de personas que se habían quedado dormidas con el brasero encendido y todo cerrado, habiendo aparecido muertas por intoxicación.





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