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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

22. "LA PUENTE LLOVÍA"

La puerta histórica mejor conservada de la ciudad.

 

 



© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

         Después del molino de los Castilla, espalda del huerto del mismo nombre, la calle continúa con una pronunciada cuesta, pero no muy larga, que presenta en la parte derecha un lienzo de la antigua muralla de la ciudad. Aquí el color marrón madera de la piedra tosca hace contraste con la blancura de las casas del barrio, entonces todas encaladas. Se llega pronto a La Puente Llovía, la cual junto al arco de Santa Ana y el de la Puerta Graná forman trío medieval de puertas de acceso a la ciudad. El arco más urbano es el de la calle Santa Ana, coronado en su parte superior con balcones y ventanas, y con una belleza evocadora de puerta inmediata al recinto histórico. El más rústico es el de la Puerta Graná, vecino de cruces y ermitas. Siendo el más auténtico de este conjunto el de nuestro barrio (y con esto no hago patria chica), ya que muestra toda la sillería de la piedra con la que fue construido. El alma de su historia no la esconde bajo capa de cal como sucede en los otros arcos. Además, se agarra a la muralla primitiva, aunque sólo por una parte, porque por su lado derecho ya hay construcción de otras épocas, habiéndose perdido para siempre su aspecto primitivo. Esta autenticidad medieval, casi pura, que presenta el conjunto, no ha sido una cualidad para que las autoridades lo cuiden a fin de que no se caiga a pedazos. Poseemos una fotografía en la que se ve un doble arco encima del actual, que ya ha desaparecido para nuestra desgracia. Hoy, el conjunto histórico presenta un aspecto descuidado, inaudito, no acorde con su valor histórico y con los tiempos de valoración cultural que vivimos, por lo que no podemos permitir, que con el paso del tiempo, otra fotografía nos muestre otras piedras desaparecidas de su conjunto actual.

         La palabra puente es del género ambiguo en castellano, por lo que está bien dicho si decimos "el puente", o "la puente". Con el género femenino, en un acto de delicadeza se popularizó el nombre "La Puente llovía". Es bastante chocante esta característica porque en Priego todos los puentes son masculinos, pronunciamos "el puente" nunca "la puente", excepto en esta ocasión.

         Aunque decimos que es una puerta de entrada al recinto, para mí y para la banda de rapazuelos del barrio, era una puerta de salida y escape para buscar horizontes carentes de casas y llenos de naturaleza. Atravesando los pocos metros de su túnel, el campo se te ofrece amplio en huertas y montañoso en lejanías, a través de una ondulada vereda de cabras que te lleva en su parte superior al Huerto Castilla y al tajo del Adarve, y en la parte inferior a las huertas de la Vega y a la Cubé.

         Muchas horas pasamos jugando los chicos junto a este arco de medio punto. Me acuerdo de unas corridas que organizábamos en la pequeña plazuela. Para hacerlas más auténticas, íbamos al campo y cortábamos las carnosas hojas de las higueras chumbas, le atábamos una cuerda y se colocaba en las espaldas del toro. Éste, con unos cuernos verdaderos entre las manos y su cactus a la espalda, empezaba a bufar, a poner cara de toro y rastrear alternativamente los pies antes de arrancarse en una fingida embestida en busca del torero, que con su trapo disfrazado de capote y su espada de palo se adornaba el pase, imitando las buenas figuras del toreo. Entonces, ¿para qué servía la pinchuda hoja? Ahora viene. Llegado el tercio de banderillas, las teníamos preparadas con unos palos terminados en puntillas que habilidosamente colocábamos. El banderillero de turno, después de retar al toro a una cita de encuentro simulada, clavaba con alegría las banderillas en la espalda del toro y si había suerte en su colocación se mantenían por un rato sobre las hojas. Aunque lo frecuente era que se cayeran a la primera carrera porque la punta, al ser lisa, se desprendía con facilidad. Con el estoque se hacía igual, si bien antes, con alguna mohosa navaja habíamos hecho un agujero en la pita, para cuando llegara la hora de la verdad, el estoque se mantuviera en la espalda hasta la muerte simulada del novillo que caía en tierra si el maestro había colocado el palo sobre su espalda con la habilidad de un profesional.

         En mi primera infancia me aficioné mucho a los toros. A todo el mundo le decía que iba a ser torero, y la verdad era que yo me sentía como si fuera Enriquito Vera. En un primer viaje que hicimos a Córdoba a visitar a mi hermano en el seminario, para hacer una gracia, y mis padres demostrar lo saleroso y habilidoso que era, me mandaron dar unos cuantos pases de salón delante de los curas y seminaristas ensotanados de negro. La sala de visitas se cubrió con el hálito de los olés y las oraciones sorprendidas escogieron sus ecos apagados y quizás se escaparon para ahogarse en el cercano Guadalquivir. Fue mi primera actuación oficial. Y la última. Porque tan engullido tenía mi ilusionado mundo del toro, que incluso a las personas mayores cuando pasaban por mi lado las convertía en mansos novillos y les daba pases. No sospechaba entonces este pecado de mi inocencia. Un día, subiendo La Cuesta, repetí esta operación con un vecino de mi calle y, sin pensárselo un segundo, me dio un guantazo con tan buena suerte que me hizo perder el equilibrio y dar con mi cuerpo en tierra que descendió un poco calle abajo, mientras mi cara besaba el polvo de mi primer accidente. La cogida no fue mortal, pero sí mortífera: desde aquel día no he vuelto a torear.

         Por lo que después he visto y comprobado, creo, sinceramente, que la historia de la tauromaquia no se perdió nada.

 





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