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01.24. CIEN DÉCIMAS O DIEZ ENTEROS

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

24. CURANDEROS

Los numerosos curanderos, brujos medievales, eran una alternativa a la entonces deficiente medicina oficial.



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

         En mi casa siempre se han criado animales. Ellos han sido acompañantes de la familia porque con su crianza aliviaban un poco la situación económica. Se echaban gallinas en el patio para sacar carne y huevos, conejos para su venta y consumo, cerdos, cabras para leche y en alguna ocasión, hasta ovejas. Para eso, en la parte trasera del patio había una "cochinera", palacio de suciedad y foco de perfume en un círculo de varios metros a la redonda. Era costumbre y normal tener una pequeña granja en las casas, que aparte de vivienda, servían casi todas para sede de pequeñas explotaciones ganaderas. Los cochinos muchas veces se vendían para sacar unos dineros extras. Otras, se criaban dos, y si se tenía cierto desahogo, uno se vendía y el otro se mataba para consumo propio. Consecuencia de todo, era la gran cantidad de estiércol que se almacenaba en el patio. Buen abono para el campo, pero poco beneficioso para la salud, ya que era criadero y sede de pulgas, moscas y cantidad de especies similares. Este estiércol se vendía o se regalaba a un hortelano para cultivar lo que ahora se llaman alimentos biológicos, aunque ellos, lo único que decían es que criaban sus hortalizas con un buen estiércol. El día de sacar el estiércol, toda la casa y la calle recogían las pastas y pegotes de esta materia olorosa formando un rastro fácil de seguir a lo largo de todo su camino.

         Un día, cogiendo yerba para los animales, mi hermano tuvo la mala fortuna de perder el equilibrio, mientras hacía figuras de malabarista en el caz, y se fracturó el brazo. Nosotros decíamos que se lo quebró, eso de fracturárselo era una palabreja demasiado avanzada para nuestro léxico. Y enseguida fue llevado al curandero en el coche de mi tío Eduardo Ortiz, propietario de un taxis, a quien se acudía para casos de necesidad como éstos. Por entonces, el traumatólogo era una figura poco visitada, por lo caro y porque no se tenía la fe ciega de que pudiera curar tan bien como lo hacía el curandero Curro. Éste era un hombre de una gruesa humanidad, lo que aquí llamamos un cortijero, con aspecto y talante de tal, sin cultura alguna, que tuve ocasión de conocer en sus faenas curativas (no en actos médicos), con unas manos tan gruesas como su cuerpo y con unos dedos tan gruesos como sus manos. Con esta clase de herramientas, consiguió en su época enderezar toda índole de huesos rotos, y según tengo noticias nunca dejó defecto alguno en sus quebrados pacientes. De él se contaba que era capaz de descoyuntar un gato vivo y volverlo a recomponer de nuevo y al momento salir corriendo. No sé si era leyenda o realidad. Lo que sí era cierto es que su habilidad como componedor de huesos, traspasaba las lindes de lo ordinario y se hacía sorprendente. Conocía a la perfección la osamenta de nuestro cuerpo y lo manejaba como si fuera de goma. Llegado el lloroso accidentado, durante unos minutos, chequeaba con la carnosidad de sus dedos la pieza rota y una vez hecho el diagnóstico, empezaba a tirar de aquí para allá y de allá para aquí, para terminar con un pequeño tirón que hacía que los dos partes separadas del hueso se volvieran a juntar. Producía un dolor intenso que se amortiguaba con un pañuelo entre los dientes, pero pasado éste, ya había terminado la operación. Ponía el brazo en cabestrillo y a los pocos días se estaba como si nada hubiese ocurrido. Sin querer exagerar, he de destacar de nuevo la excepcional habilidad de sus curaciones de huesos en las que era un consumado especialista. Su buena fama de "arreglador de huesos" traspasaba los límites de la comarca y con razón sobrada. Lástima que no la hubiese aprovechado en una carrera universitaria. Aunque pensándolo bien, hizo tantas curaciones a lo largo de su vida como el mejor profesional de sus tiempos. Sorprendentemente, nunca se la dio de santo como otros curanderos contemporáneos, como el Santo Manuel, por ejemplo, y otros muchos que hacían con el curanderismo, la superstición y la religión un gazpacho donde se agarraba el pueblo a degustar un remedio curativo para paliar todas las enfermedades y males múltiples que la medicina oficial era incapaz de curar por aquellos tiempos del Señor. Después de su muerte, heredó el trono otro curandero llamado Chichaque, sanador de enfermedades y huesos. En más de una ocasión acudió mi familia con mi hermano Juan Antonio que estaba siempre con los brazos descompuestos. Aunque a veces, también se lo curaba otra curandera que había en el barrio. Yo tuve mucha suerte y la sigo teniendo porque hasta la fecha ningún hueso se me ha quebrado, aunque algún tornillo sí que me falta. Deseo que mi buena fortuna en este aspecto me siga acompañando. Chichaque vivía en una casa del Llano de las Sardinas y disfrutó de un cierto desahogo económico ejerciendo esta profesión para la que no exigían título ni pruebas de acceso.





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