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06.24. MILITARES PRIEGUENSES. (Tomo II)

 




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PRIEGUENSES EN LA HISTORIA - Pedro Alcalá-Zamora Estremera. (1858-1912)

SEMANA SANTA

Sobre Priego y prieguenses. Nos cuenta las semanas santas de mediados del siglo XIX.

Por Pedro ALCALÁ-ZAMORA ESTREMERA

                     Cuando a la memoria acuden hechos agradables o de triste recordación que ayer impresionaron a nuestra alma, se nos ofrece con mayor relieve y más vivo colorido del que tuvieron en la realidad; pero si los sucesos de antaño ocurrieron en la época feliz, en el  tiempo dichoso en que el ángel tutelar de la infancia tapizaba de flores nuestro camino, las espinas ocultas entre las rosas apenas nos traspasaban la epidermis y el bálsamo de la inocencia cicatrizaba al punto las heridas, al influjo del recuerdo nos invade un dulce bienestar impregnado de melancólicas nostalgias.

                    ¿Quién, que haya visto la luz primera bajo el purísimo cielo de Andalucía, no siente surgir en su cerebro y repercutido en el corazón vaga o distinta la remembranza de sus años primeros, evocada, como por mágico conjuro, por las dos palabras que sirven de epígrafe a estas líneas? ¡Semana Santa! El vestido de gala, que la coquetería infantil, inconsciente pecado del que es irresponsable el pecador, nos hacía mirarlo con amorosos ojos; los Oficios divinos que por la imponente solemnidad y el lujo del culto nos impresionaban hondamente, despertando las primeras rudimentarias ideas acerca de la grandeza de nuestra sacrosanta Religión; las procesiones con sus soberbias imágenes y sus numerosas luces, desfilando lentas ante apiñada muchedumbre que, silenciosa, fervorosa, con el recogimiento propio de nuestro pueblo, acrecentaba la magnificencia del acto, lanzándonos a una especie de arrobamiento, mezcla de asombro y de éxtasis... Y flotando en esta sucesión  de impresiones, como flotan las moléculas doradas por alegre rayo del sol; haciendo vibrar las más delicadas fibras del corazón con vibraciones de onda luminosa que en sí lleva calor y vida, con vibraciones de onda sonora que arrastran envuelta en perfumadas auras melodías beethovianas el recuerdo de la madre amorosa que nos conducía al templo a orar, nos explicaba los Santos Evangelios y quedo, muy quedo, para no turbar la majestad del lugar sagrado, deslizaba en nuestro oído indicaciones encaminadas a agitar en el alma de niño el sentimiento religioso, a encender la antorcha de la Fe, que había de iluminar el áspero sendero de la existencia, para hacer firme nuestro paso, desembarazando el camino de los peligrosos guijarros y de las horribles tinieblas de la duda.

                    Mezcla de divino y de humano, como de hombre, al fin, que tiene cuerpo y alma, el sentimiento nos conmueve con intensidad grande a impulso del recuerdo de ese ayer lejano ¡ay!, que ya forma parte de lo que fue, de lo que va a Dios, a la eternidad de donde saliera; que vive sólo en nuestro espíritu y difícilmente se exterioriza, porque es inefable.

                    Mas pasando a través del tiempo, sometidos a las numerosas pruebas que han sufrido en el laboratorio de la inteligencia la idea sembrada antaño y el sentimiento que a su sombra floreciera, la primera ha echado hondas raíces, tan hondas, que no hay huracán cuyo poder alcance a desarraigarla; se ha elevado el segundo: creciendo en vigor y acrisolándose, se ha hecho mucho más dulce, porque está saturado de las melancólicas nostalgias con que lo ha sazonado la madurez.

                    ¡Desventurado hombre cuyo corazón secó el cierzo invernal; desdichado el que no supo resguardar de las tormentas de la vida las ideas sembradas con prolijos cuidados por el amor materno! Anestesiado su espíritu por el frío del olvido por el horrible de la indiferencia, será insensible a los goces más dulcemente hermosos, y únicamente experimentará las neuróticas sacudidas que le procure el batallar humano: sufrimiento sin dicha; placer sin ventura; infierno anticipado.

(?Diario de Córdoba?, número 15811, 7 de abril de 1903).





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