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PRIEGUENSES EN LA HISTORIA - Pedro Alcalá-Zamora Estremera. (1858-1912)

RÁPIDO VERANEO

Sobre Priego y prieguenses. Escenas resfrescantes que cuenta a su buen amigo Carlos Valverde López

Por Pedro ALCALÁ-ZAMORA ESTREMERA

A Carlos Valverde

                            Ya no recuerdo desde cuando ?tantos meses han transcurrido, amigo Carlos, que la fecha se me ha olvidado- pero ello es que tuviste la bondad de dedicarme un artículo. Lo menos que yo podía hacer era estar a la recíproca, como el personaje de ?El Monaguillo?. Mas ¡pobre de mí! Sin contar, naturalmente, esas cuartillas que te debo, he pagado un paquete de ellas que no bajará de 3.000 y velay. Ahora, que me he permitido el lujo de descansar quince días y la calaverada de emplear esta quincena en una expedición veraniega, aprovecho algunos ratos para darte cuenta de una porción de cosas.

                    Barcelona, con su ruido y su agitación de gran urbe, me ha aturdido, como al pobre aldeano que desde la quietud de su lugar se lanzara al bullicio de la Ciudad de los Condes. Allá, en la roqueta menorquina, disfruto de envidiable sosiego, como conviene a mis padecidos nervios y a mi no menos cansado espíritu; en Barcelona se me hace insoportable la muchedumbre que dificulta el andar, me molestan los tranvías, automóviles, coches, carros y demás máquinas de producir ruido y atropellar transeúntes, porque me obligan a salir de mi habitual descuido y además me aturden y marean. ¡Con cuánto placer pisé la cubierta del Cabañal el miércoles por la noche!

                    El jueves por la mañana me levanté temprano, como conviene a bordo, y después del indispensable desayuno salí de la cámara a respirar con fruición los puros aires del mar. El Cabañal hendía su quilla en una mar azul, del azul que sólo se ve en el histórico Mediterráneo, y llevaba un andar de diez nudos.

                    Por la banda de estribor se dibujaba la hermosa costa valenciana, que es un encanto, y ante la proa, como queriendo morder la roda, veíase retozar a los alegres y simpáticos delfines. Numerosas barcas pescadoras, al aire la blanca vela triangular, navegaban con distinto rumbo en el ancho espacio comprendido entre nuestro barco y la pintoresca costa; de vez en cuando, veleros y vapores cruzaban a babor, a pocas brazas, dejando en el mar la estela y en el aire una nube de negro humo.

                    Después de almorzar, hacer unas instantáneas y conversar un rato con el amable  simpático capitán del Cabañal, don Matías Lloret, me arrellané en cómoda butaca, a la sombra de la toldilla, y me entregué a la lectura de la Tercera descarga de Mosquetazos del terrible mosquetero Juan Ocaña. ¿Lo has leído? ¿No? Pues léela.

                    Juan Ocaña tiene la gracia por arrobas: empezando por la original dedicatoria y el saladísimo Prólogo, debido a la pluma de El Propio Cosechero, y acabando por la Nota de pequeñas erratas, el libro no desmiente la procedencia ni tiene desperdicio.

                    En él hallarás versos y prosa amenos, muy amenos, que harán asomar la sonrisa a tus labios y aún brotar, de cuando en cuando, la franca carcajada che fa sangue, como dicen, con muchísima razón, los italianos; ante la risotada espontánea palidecen todos los potingues de la farmacopea; nada hay que conserve la salud como el reír. Y los Mosquetazos de mi amigo Juanito harían reír a un serio profesional de los que confían su personal importancia a la inalterable gravedad que, dicho sea de paso, me parece más cómica que muchos chistes del triunfante género chico.

                    En el fondo de cada mosquetazo encontrarás un sagaz espíritu de observación y una sátira fina, suave, sana, que no ofende; como puedes ver, por ejemplo, en Los diplomas, en el  Termómetro social y en otras muchas composiciones. El agasajillo y Quién es el juez (sainete) son cuadros vivitos y coleando, que revelan al autor dramático. Porque has de saber que Ocaña ha escrito algo más que mosquetazos, y entre ese algo más figura El grito de independencia, drama histórico en tres actos y en verso, del que el Heraldo y otros periódicos madrileños, de los que no prodigan alabanzas a los autores provincianos, han hecho grandes elogios recientemente, indicando la oportunidad de representarlo, con ocasión del centenario del Dos de Mayo; y hasta han asegurado rotundamente que el drama era muy digno de salir a luz en ocasión tan solemne.

                    Ocaña es, además, paciente rebuscador de documentos, como acreditó al publicar sus curiosos Apuntes para la historia de la villa de Móstoles, libro interesantísimo y repleto de datos, al que Enrique Redel le ha escrito un prólogo que me gusta mucho y que seguramente te habrá gustado también a ti, si no lo has leído: si no ha llegado a tus manos, te recomiendo que lo busques, persuadido de que me darás las gracias.

                    Pero observo que se me va el santo al cielo hablando del terrible mosquetero, a quien profeso sincera amistad, cuando quizá habrás saboreado antes que yo las obras que menciono. Mudemos de bisiesto.

                    Valencia con sus jardines paradisíacos, sus hermosas mujeres, sus obras de ensanche y urbanización y su soberbia banda de música, que puede competir con las mejores, no sólo de España, sino del extranjero, me hizo pasar horas deliciosas, que me parecieron muy breves, y formar el propósito de volver a la ciudad del Turia, cuando me sea posible, a disfrutar siquiera durante un mes de sus encantos.

                    Al día siguiente, a las seis de la mañana, fondeaba el Cabañal en el puerto de Alicante y mi entusiasmo por esa costa valenciana subía de punto. Lo primero que se ofreció a mi vista fue el paseo de los Mártires, bosque de hermosas y espesas palmeras, más para visto que para descrito.

                    Alicante, en esta época, está animadísimo; los botijos organizados por el patriarca Mestre Martínez llegan un par de veces por semana abarrotados de alegres veraneantes madrileños, que por poco dinero abandonan el polvoriento y caluroso Madrid para disfrutar del grato y riente Alicante.

                    Ellos vienen a bañarse, a divertirse, a pasar alegremente unos días, y lo consiguen, ¡vaya si lo consiguen! Es verdad que difícilmente se encuentra alojamiento, porque la grey botijil lo ha invadido todo desde los primeros días; pero el modesto madrileño que reside en el delicioso poblachón manchego, como llamó no recuerdo cuál escritor notable al castillo famoso,  puede vivir en un armario sin que amarguen su existencia la falta de aire y de holgura ni la obra de chinches.

                    Los balnearios se ven a toda hora llenos de gente, los paseos concurridísimos, los cines hacen su agosto y los cafés y fondas no tienen una silla disponible: casi hay que tomar vez para sentarse.

                    El bello sexo alicantino, tipo singular de indescriptible atractivo, es riquísimo en encantadores ejemplares, capaces de sacar de quicio a un cenobita; las garbosas madrileñas, con su soltura y sus lindos palmitos, se llevan de calle al más templado; y unas y otras en las calles, en los paseos, en los baños, en los teatros, en los cafés y en los restaurants, comiendo al aire libre, dan con sus caras hechiceras y sus toilettes de colores claros indefinible encanto a estos cuadros veraniegos.

                    ¡Con cuánto gusto me habría quedado en Alicante hasta fines de septiembre! Pero ¡ay de mí!, las pícaras cuartillas me aguardaban en Mahón, la tiranía  editorial no me permitía prolongar el veraneo, y la triste realidad, recordándome la necesidad de trabajar para vivir, me llevó al Isleño, que a las tres de la tarde zarpó con rumbo a Palma de Mallorca. Fue una de las pocas veces en que he pensado con pena en los dulces encantos del dolce far niente.

                    Las bonitas vista del El Terreno y de Porto Pi, que se extienden a la izquierda del puerto palmesano; el paseo del Borne, ameno y sombreado por corpudos árboles; las redondas caras y las provocativas curvas de las mallorquinas, que gozan merecida fama de belleza, no fueron parte a disipar la nostálgica melancolía producida en mi ánimo por la salida de Alicante.

                    A las seis de la tarde, previo nuevo trasbordo al  Monte-Toro, navego con rumbo a Mahón, contándole mis impresiones a mi amigo Pepe Caldés. Encontré en Palma a éste, que llegaba después de seis meses y medio de navegación a vela por los mares americanos, y no tuvo más remedio que escuchar pacientemente mis lamentaciones; las cuales, probablemente, le parecerían más pesadas que las propias calmas tropicales a bordo de su velero. Pero ¡qué diablos! Yo necesitaba desahogar mi murria en un pecho amigo; y aproveché la ocasión.

                    Ahora, Pepe duerme, soñando quizá con la lata que le he dado, y yo emborrono estas cuartillas para pagarte mi deuda, querido Carlos, y darte cuenta de mi persona. Mas al llegar a este punto, pienso que las tales cuartillas quizá resulten una lata mayor que la impuesta a Caldés...

                     A bordo del ?Monte-Toro?. 21 agosto.

(?Diario de Córdoba?, número 17727, 30 de agosto de 1908).





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