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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

33. CARBÓN DE ENCINA

La forma de cocinar de nuestras abuelas con el carbón de encina.



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

          A una y otra parte de la calle, casi enfrente, con una diferencia de pasos, existían dos negros y sucios negocios. Uno puerta con puerta con la casa de mi abuela, y otras dos casas más arriba. Los Pumbos y los Pitas (el apodo está cambiado) tenían un comercio de venta al por menor de carbón vegetal.

          Por entonces, este oscuro combustible negro como una noche de invierno, era el más usado en la cocina, junto a la leña. Sobre unos anafes de hierro macizo, se ponía un poco carbón y dale que dale al soplillo en un tiempo sin medida, hasta que las ascuas se ponían al rojo vivo para poder colocar el puchero. El soplillo de esparto de tanto decir que no a la lumbre para hacerla avivar, se rompía por el mango y entonces era necesario cogerlo por el centro, con lo que se perdía fuerza y había que aumentar el tiempo de dar aire. Mi hermano Tomás hacía unos hornillos móviles con cubos de latón usado. Los llenaba de mezcla de yeso, dejándoles en el interior un orificio de una cuarta donde colocaba unos hierros cruzados para soporte del fuego y en la parte de abajo, a un lateral, abría una pequeña ventana para dar aire y por donde se recogía la ceniza. Estos infernillos, al ser móviles, se podían poner en el patio y cambiar de sitio, según la estación del año. El parduzco humo desprendido era una anáfora que pintaba de sombras todas las paredes de la cocina y el chisporroteo, un sonido de voces que gimoteaba como almuecín en la mezquita.

          El día que descargaban un convoy de carbón se ponía la calle de luto con el polvo que soltaba la mercancía. Lo apilaban suelto, en una habitación de la entrada de la casa, y allí esperaba a los compradores. Aunque lo normal era que el carbonero lo fuera vendiendo por las calles, cargado en los serones de los burros, si bien en la última época se hicieron fabricar unos pequeños carritos con ruedas usadas de bicicleta, tirados por un animal o que empujaban ellos mismos. Y calle por calle, iban pregonando su producto o mejor su oficio, porque gritaban "Carboneroooo...", y a su reclamo acudían las amas de casa a proveerse para el día o la semana. Como no hay luz sin oscuridad, ni día sin noche, era chocante ver a los harineros cuando salían de la fábrica pasar por delante de los carboneros en un acto de rebeldía de colores.

          Los carboneros fueron desapareciendo paulatinamente. Su oficio de siglos en palos de encina y olivos, prendidos y apagados a medio arder, se tornó primitivo con el arribo de los derivados del petróleo. Primero fue la llegada del petróleo, del que había que proveerse en las tiendas y formar largas colas para conseguirlo, y más tarde le daría la puntilla definitiva el gas butano. La limpieza, comodidad, economía y reparto a domicilio se fue imponiendo, y los carboneros ambulantes se fueron quedando en el recuerdo y como estampa de anaquel. El carbón se ha convertido hoy en lujo de barbacoa campestre para dar sabor natural a la chuleta dominguera.





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