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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

43. LECCIÓN PERRUNA

De cómo un perro hambriento, sin proponérselo, enseña lecciones que no se olvidan jamás.

 



© Enrique Alcalá Ortiz 

 

  U

na de las mejores lecciones recibidas en mi infancia para conocer esta raza a la que pertenecemos, me la dio un perro. Aunque cuando los hechos se estaban produciendo, nunca sospechaba que más tarde y con una frecuencia inusual vengan a mi memoria, y me espante cuando se produce la misma situación de entonces, pero no con el perro, sino con actores humanos. "El perro de mi vecina", suelo pensar para mis adentros.

         Si en mi casa ha habido muchas especies de animales domésticos, nunca hubo gatos y perros. Mi padre al no ser cazador de escopeta, no los necesitaba y mi madre nunca cuidó estas especies, bien porque no le gustaban o porque comían sin ningún beneficio, ya que para compañía estaban los otros animales y la reata de hijos esperando cuidados.

         En la casa abajo de la mía, al dedicarse el hombre a la agricultura siempre tenía uno. El de mi anécdota era un perro de tamaño mediano, de una raza indefinida y cuyas características físicas son muy difíciles fijar en estos momentos. La huella que me dejó fue su comportamiento, no su figura de cromo. Resulta, que al llegar de la escuela, mi madre me echaba como merienda cena un joyo. Esas sutilezas de los bocadillos llegarían más tarde. Cortaba un canto de pan, con la navaja le quitaba una sopa para hacerle un agujero, echaba aceite de oliva en el hoyo, y con la misma sopa, lo extendía por todo el pan. Se completaba con un poco de azúcar o con una fruta, según el tiempo y la abundancia. Con tan rica merienda, me salía a la calle y siempre el inteligente perro estaba a la espera de su vecinito. Invariablemente, me seguía en mi recorrido. Y allí, cada tarde, se veía en el barrio un chaval, un joyo y un perro de compañía. Muchos días le daba la sopa. Se la comía con tantas ganas como yo el resto. Mientras comía, muy deprisa, por supuesto, seguía mi marcha y continuaba con sus zalamerías y cucamonas, levantándome el rabo, moviéndome las orejas o lamiéndose con la lengua. Cuando se terminaba el pan, se terminaba su compañía. Ya si habíamos andado mucho camino, como si hubiese sido corto, cuando la comida desaparecía, se daba la vuelta y volvía a su casa. Así un día y otro día, se repetía la misma escena: tarde, joyo, sopa, paseo, perro lisonjero y suavón, y abandono con el último bocado.

         Todo esto se me olvidó durante muchos años. Hasta que una vez, en circunstancias que no vienen al caso, una persona estuvo a mi lado hasta que se pudo aprovechar de mis favores. Cuando estos cesaron, acabó la adulación. Entonces, caí en la cuenta y me dije "como el perro de mi vecino".

         De esta forma, el perro de mi vecino se me ha quedado para siempre como un punto de referencia cuando veo situaciones de ida y vuelta donde el interés es el hilo que las sostiene. Habemos muchos perros de vecino con aspecto adulador que hacemos circunferencia de homenaje a cualquier sopa que pueda llegar a nuestra boca. Desde luego, la lección fue magistral y por lo incuestionable es imperecedera.





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