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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

49. DONÁNGEL

Un sacerdote muy particular, dedicado en cuerpo y alma a llevar chicos al seminario San Pelagio de Córdoba.

 



© Enrique Alcalá Ortiz 

  H

acemos una contracción con el tratamiento y el nombre porque así era como llamaba normalmente todo el pueblo a don Ángel Carrillo Trucios, un sacerdote, muy particular, alma y vida, luz y sombras, camino y guía, perfección y confesión, integrismo y persecución de casi todos los jóvenes de varias generaciones: anteriores a la mía y posteriores. Su capacidad para captar voluntades infantiles traspasa los límites de la sagacidad y del ingenio, porque hizo habitual lo que otros consideraban un milagro.

         Yo lo conocí en la escuela. Entonces, los curas iban vestidos de curas, con largas sotanas negras, llenas de una infinita fila de botones (me pregunto por qué), cubiertos con una capa negra y tocados con un sombrero negro, estilo picador. El contraste a tanta negrura, lo ponía la blancura de las manos y de la cara, y cuando se quitaba el sombrero, la rapada coronilla, artesanía de barbero, brillaba como una luna llena y creaba sorpresas de balbucientes miradas en la chiquillería antojadiza, que veía en este detalle fulgores ultraterrenos, quizás porque era tan grande como una moneda. Para estar por casa y en la iglesia, se ponía un roquete de encaje blanco, filigrana de fantasía bordada, lujo decorativo y toque de coquetería, y cambiaba el sombrero de media sandía con alas por el bonete de cuatro picos, igualito que los puntos cardinales. De su rostro bondadoso, sobresalían sus buscones ojos y su mirada cautivadora; y del total de su cabeza, su calva de manzana (en su madurez) y su nariz larga y un poco árabe. Caminaba siempre con la capa recogida en un brazo, y en el otro el sombrero, o bien, al primer chaval que se encontraba, en el que hallaba refugio de muletas para la otra mano y dos oídos para aleccionar con sus pláticas. A pesar de su profesión, no había perdido el aspecto de campesino, oficio que había ejercido hasta que marchó el seminario, ya hecho un mozo. Porque si algo destacan sus biógrafos, y él mismo repetía, fueron las dificultades que encontró hasta que consiguió plaza para estudiar, así como sus tropezones en los estudios. Fue un cura de corazón, no de latines y teologías, y por esto querido. Las bocanadas del sentimiento llegan más profundo a los fieles que las sutilezas intelectuales, que se le quedan en la piel como el sudor. En este aspecto su simpleza era grandiosa.

         Los niños estábamos bien enseñados. Cuando se veían estos uniformes, se corría desesperadamente, a ver quien llega primero, a besarle la mano, que él ofrecía agradecido al regalarte una caricia en el cogote. En esto de besar las manos consagradas a los curas, teníamos severas preferencias y hacíamos nuestra selección. No todos tenían nuestros fervores lo mismo de intensos, porque a algunos de los numerosos que entonces había, ni siquiera se la besábamos. Supongo que estas predilecciones son las que ahora viven los jóvenes con los cantantes.

         Donángel visitaba un día al mes todas las escuelas de Priego. Las pocas existentes en aquellos tiempos, ubicadas en las calles Ramírez, Palenque (era el grupo más grande), Amargura, las de Jesús Nazareno y la de párvulos, regentada por doña Pura en la calle Puertas Nuevas. En total, unas diez escuelas de niños en un pueblo con más población escolar que la que ahora tenemos, consecuencia de ello era que muchos chicos en edad escolar no podían asistir a la escuela pública, y lo hacían en la privada, no sólo religiosa, sino civil. Proliferaban las escuelas con maestros titulados o advenedizos sin título, y no faltaban los depurados del régimen que malvivían con estas clases particulares, dadas desde el amanecer al anochecer. Al relatar las escuelas de niños, sigo el normal hilo de mi exposición porque Donángel sólo visitaba las escuelas de varones. Las niñas para él no existían. Y sus razones tenía.

         La visita mensual era esperada con ansias y recibida con alegría. Cuando llegaba, nos poníamos firmes como álamos, nos mandaba sentarnos y el maestro indicaba que había que recoger todo y meterlo en las carpetas. Como todos sabemos el placer que produce estar en clase sin hacer deberes, omitiré esta gozosa descripción. Nos dirigía una pequeña plática, hablándonos del cielo, de la necesidad de ser buenos en esta vida, de no cometer pecados y de arrepentirnos de los cometidos. Terminaba siempre explicando o insistiendo sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. Persistía machaconamente en el examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Con el ánimo encendido, ya estábamos dispuestos para por la tarde ir a confesar a San Francisco.

         Aparte, y confidencialmente, le sacaba al maestro un informe de sus pupilos más aventajados, en ellos ponía el ojo de su selección, porque hasta para ser cura había que tener un coeficiente de inteligencia decente.





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