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Historia de Priego de Andalucía - Un lugar de descanso

1. UN LUGAR DE DESCANSO

De los druidas a los enterramientos romanos.



© Enrique Alcalá Ortiz 

  E

 l ciprés del monasterio de Silos al que tan bello soneto dedicó Gerardo Diego, está enfermo. Una enfermedad que se ha extendido por toda el área del Mediterráneo está acabando con su salud[1]. Por suerte, los esbeltos y cónicos cipreses de nuestro cementerio, puestos casi todos en la II República, en número de treinta y cuyo coste unitario fue de diez pesetas[2], siguen formando una avenida de cucuruchos de menta desvaída que hacen carrera muda y presentan sus ramas de homenaje impresionante a todos los que visitan el recinto. Ellos quieren ser solamente antenas emisoras, no receptoras, de los efluvios y deseos de los que aquí yacen en su sueño eterno. Cuando el aire mueve sus afilados cuerpos, desprenden por sus vacilantes puntas, en emanaciones fantasmales, la petrificación de los cuerpos y la evaporación de las almas. Su imponente aspecto ha conseguido que todo el recinto se llame popularmente huerto de los cipreses. Nombre que habla de vida cultivada, allí donde la agricultura es jardinería.

         Durante la segunda quincena del mes de octubre se duchan con las primeras aguas del otoño, antes de ponerse la túnica de verde chorreante, para recibir a la bullanga de mujeres que acuden a limpiar, decorar y embellecer las tumbas-lápidas de sus amados difuntos. Con una laboriosidad obsesionante de dedicación plena se las ve encima de escaleras portátiles o postradas en tierra, rodeadas de flores, agua, aceite, productos de limpieza y trapos, quitando suciedades que durante todo el año se han ido acumulando en las tumbas, sepulturas, nichos, sepulcros, túmulos y mausoleos. El punto final de su tarea es la colocación de lamparillas de aceite o velas de cera que serán encendidas el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos. Las lampari­llas, aceite flotando sobre agua, es una de las ofrendas que más se usan en la cultura del aceite, de la que Andalucía es buena representante. De todas las ofrendas que se hacen a los difuntos -dice Luis de Hoyos- es la más universal y seguramente la más antigua, la de la luz o alumbrado en sus tumbas en su recuerdo, probablemente iniciada por la del fuego indisoluble­mente unido a la luz[3].

         Siempre me he preguntado por qué en los recintos sagrados se enciende fuego. También por qué parte de lo que hacemos por los muertos, lo solemos hacer para que sea contemplado por los vivos. Estas ofrendas se han hecho por amor y protección a los muertos y también para aplacar a los espíritus. Y se continúa haciéndolo así, quizá por este mismo motivo, o de una manera mecánica, porque siempre se hizo de esta forma sin alcanzar la primitiva signi­ficación que ello encierra.

         Hace miles de años los vetustos druidas en la noche del treinta y uno de octubre -último día del año en el calendario pagano- hacían gigantescas hogueras para ahuyentar a los espíritus del mal y de la muerte. Para calmarlos echaban al fuego animales y cosechas. Danzaban alrededor de la hoguera vestidos con horripilantes y feas vestimentas, porque temían la llegada del invierno y el frío letargo de la naturaleza, ya que asociaban a esta estación con los malos espíritus. Se suponía que en esta noche los fantasmas rosas, desde sus sepulturas, volaban a través del aire sobre escobas o gatos negros.

         También las almas de parientes y amigos muertos, esta noche, esperaban volver a la tierra para visitar a los que aún tenían cuerpo. Todavía hoy guardo un vivo recuerdo de mi primera niñez, porque por estas fechas vaciamos calabazas y melones, y después con el pico de una navaja esculpía­mos sobre la verde cáscara, orejas, bocas, narices y cenefas variadas, for­mando un dibujo en relieve -artístico, a veces- que resaltaba con la lamparilla de aceite que se colocaba dentro, cuando se encendían por las noches en el paseo que solíamos dar, colgadas con unas cuerdas, para lucir nuestro dulce y luminario juguete. Entonces no sabía que para lo que los chicos era tan sólo placer y diversión, había sido en los antiguos celtas, parte de un rito religioso, usado para ahuyentar a los malos espíritus, usado y practicado muy seriamente por los adultos, sin ningún ánimo de juego. Tampoco sabía que esta costumbre de esculpir calaveras en calabazas, pepinos y melones y ponerlas en las ventanas, no era privativa de España, sino que se sigue practicando en algunos países europeos -lo que demuestra nuestro talante europeísta antes de lo del Mercado Común- de donde saltó a los Estados Unidos. Y donde aún se sigue practicando.

         No hay fiesta que, por muy tremebunda que sea, no esté abastecida con una cuidada comida especial. Batatas y castañas cocidas o asadas han estado indisolublemente unidas a estas celebraciones. Y otro alimento pastoso, vibrante y tierno: las gachas. A pesar de su fragilidad han servido -aparte de como alimento- como arma de defensa contra los espíritus vagabundos o errantes. Con ellas se embadurnaban y tapaban las cerraduras y las rendijas de las puertas y ventanas para evitar que en ésta, su noche, las ánimas pudie­ran penetrar en el interior de las moradas de personas y animales, las cuales permanecían cerradas a cal y canto... y gachas. Esta costumbre-superstición-­rito se va perdiendo, después de tantos siglos de vigencia. En algunos lugares de la comarca, -Castil de Campos, por ejemplo- los niños, guardadores inconscientes de la tradición, siguen tapando las cerraduras con tan esponjoso alimento. Pero no creo que ninguno de ellos sea el guapo que tenga valor de decirle al dueño de la cerradura atascada que de esta forma está protegida su casa de los malos espíritus.

        En el año 835 después de Cristo, la iglesia -viendo que los pueblos del ruinoso Imperio Romano, seguían celebrando la fiesta celta en honor de Samhain, dios de la muerte y la fiesta romana de Pomona, diosa de los jardines y huertos- declaró el uno de noviembre fiesta religiosa en honor de todos los santos. Pero los difuntos, con su inmovilidad perenne, le ganaron la partida. Y el dos de noviembre, Día de los Difuntos, es más celebrado que el uno, Día de Todos los Santos, a pesar de ser éste un día festivo.

[1] Se descubrió después que la causa era una corriente de agua subterránea.

[2] Archivo Municipal de Priego: Acta del 1 5 de febrero de 1934.

[3] HOYOS SAINZ, Luis de y Hoyos Sancho, Nieves: Manual de Folklore. La vida popular tradicional en España. Ediciones Istmo, 1985.





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