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Historia de Priego de Andalucía - Un lugar de descanso

2. ENTERRAMIENTOS EN LAS IGLESIAS

La desaparecida costumbre de los enterramientos y catacumbas en el interior de las iglesias

                                                                                                                                   



                                                                                                                                    
© Enrique Alcalá Ortiz 

  D

esde la más remota antigüedad el hombre ha enterrado a sus muertos. Han variado las formas y modos, según las épocas y las creencias religiosas: dejarlos al aire libre, colocados en ataúdes colgados entre los árboles, arro­jarlos a las aguas de un río, depositarlos en un barco al que prendían fuego, hacerles monumentales mausoleos, y enterrarlos en los más diversos lugares en diferentes posiciones y posturas, de cuerpo entero o en cenizas.

         Los primitivos cristianos de Roma, siguiendo la costumbre judía, ente­rraban a sus muertos. Aparecen más tarde las cámaras sepulcrales subterrá­neas llamadas catacumbas, donde además de enterrar a sus difuntos, celebra­ban las ceremonias de culto. Al principio, no se hacían enterramientos dentro ni en las proximidades de las iglesias. Con el paso de los siglos apareció la costumbre de enterrar a las personas reales y a los altos dignatarios eclesiás­ticos bajo las losas de los templos. De esta costumbre nos queda en la iglesia de San Pedro un sólo caso de enterramiento de la clase nobiliaria. Se encuen­tra éste en la parte izquierda del muro que sostiene la puerta de entrada a la capilla de la Virgen de la Soledad. Consiste en una lápida de mármol blanco, coronada con un círculo, también de mármol, donde se encuentra esculpida la efigie del conde de Superunda. En la lápida se lee la siguiente inscripción: Aquí existen las cenizas del Excmo. Señor Don J.P.H. Manso de Velasco, Conde de Superunda, Teniente General de los Reales Exércitos, gentil hombre de cámara de su Magestad. Virrey y Capitán General, que fue de los reinos y provincias del Perú. Falleció en 5 de Enero de 1767.

         Ya comentamos el enterramiento del Abad Palomino en la iglesia de la Asunción[4]. En esta misma iglesia como representante de la clase alta, se halla el del ilustre caballero de Herrera, alcaide y digno gobernador de la villa de Priego.

         En San Francisco, el de don Juan Nepomuceno Sidro y el de otro abad. Se trata del Ilmo. Sr. D. Antonio Pimentel Ponce de León que falleció el año 1583. Se encuentra su tumba a los pies de la imagen de nuestro padre San Francisco, en la capilla del venerable Orden Tercero. Se trasladaron allí sus restos por haber sido tercero profeso y siguiendo las indicaciones de su última voluntad. En la sacristía de Jesús Nazareno nos encontramos tres cuidados enterramientos en las paredes, que pertenecen a presbíteros que fueron hermanos mayores o depositarios de la Hermandad de Jesús Nazareno. En el pavimento de la capilla delante de la imagen de Jesús se halla el último ente­rramiento efectuado dentro de las iglesias: el de don Ángel Carrillo Trucio que se realizó el 24 de marzo de 1975. Finalmente, en la iglesia del Carmen, en el lateral izquierdo, tenemos el enterramiento de don José Calvo Rubio y Navas, presbítero y primer vicario del Orden Tercero de Nuestra Madre y Señora del Carmen a cuya solicitud se hizo el templo. El enterramiento data del año 1821.

        Mucho más tarde apareció la costumbre de enterrar a los muertos en camposantos anejos a las iglesias, en verdaderas catacumbas bajo el suelo de éstas, como la que aún existe en la iglesia parroquial de la Asunción. Allí en el verdadero desván de trastos viejos en que se ha convertido actualmente, hay algunas lápidas, desparramadas por el suelo, de los enterramientos que se efectuaban, remontándose la más moderna al año 1860. Dato concreto que nos dice que al menos hasta este año se dio allí sepultura a nuestros difuntos.

         El acceso a los enterramientos subterráneos de San Pedro es una aventura emocionante debido a la dificultad que ello encierra. Situados, igual que los de la Asunción, bajo el altar mayor, tenían originariamente dos puertas de entrada: una en la sacristía de la parte izquierda, y la otra en el suelo de la iglesia, delante de la escalinata del altar mayor, entrada esta que se cerraba con una puerta de madera. Actualmente el primer acceso está cerrado con obra de albañilería. En las últimas obras que modificaron la pavimentación, se dejó la entrada del suelo poniendo dos losas movibles, espacio escasamente suficiente para la entrada de un cuerpo, en descenso vertical, apoyándose con las manos en el pavimento. Después de esta operación, se da con el cuerpo en una pequeña escalinata cubierta de restos de lápidas que desemboca en una sala de enterramientos donde existe la estructura de lo que antaño sería un altar para la celebración de misas de difuntos. Todos los veintiséis nichos están amontonados en el suelo, formando un osario ocre-blanquecino que perturba el ánimo cuando se contempla. Adyacente a esta sala, pero a dos metros y medio de altura, en la parte izquierda, se halla otro enterramiento, al que se accede por un agujero practicado en el muro a base de piqueta, pues todo el recinto fue completamente tabicado. Nos encontramos en él un cuadro en vivo de una pintura macabra de Valdés Leal: calaveras, diferentes partes del esqueleto, lápidas por doquier, restos de antiguas cajas funerarias, chatarras de artísticas lámparas de aceite y algunos enterramientos todavía sin exhumar. Los más antiguos se remontan al año 1691 y los más modernos son de los años 1913, 1921 y 1923, años que no era frecuente ni legal los sepelios en estos lugares. Por familias, sobresalen los Codes, Ramos, Luque, Siller y Aguayo.

         Los restos-ruinas del tercer enterramiento subterráneo de nuestra ciudad se hallan en San Francisco. Hoy día se destinan para almacén de trastos viejos. Los nichos fueron tapados, después de la exhumación de todos los restos. Las últimas inscripciones que quedan nos dicen que la familia Valdecañas figura como propietaria de algunos nichos. Todavía en 1847 el Ayuntamiento contesta a la solicitud de reconocimiento del cementerio privado de la Her­mandad de Nuestro Padre Jesús de Nazareno, comunicándoles que tanto por la posición que ocupa hacia el norte de la población, por su capacidad, ventilación y demás circunstancias de que se encuentra adornado dicho cementerio, no existe inconveniente alguno para que pueda destinarse al objeto al que siempre se destinó desde su construcción. Asimismo, se agrega, que siendo un enterramiento exclusivo y privativo de cierto número de personas, con toda probabilidad, podría darse el caso de que transcurra un año o más sin que se necesite dar sepultura a cadáver alguno. Por otra parte, aunque sucediera lo contrario, ningún temor podría ofrecer por hallarse en un sitio tan a propósito, que a la salud pública, jamás causó el más leve perjuicio[5]. Se concede permiso para continuar los enterra­mientos antiguos, para solucionar en parte el problema de la escasez de espacios destinados a cementerios. Pero la costumbre quedó abolida, ya pasada la primera mitad del siglo XIX, por las condiciones insalubres que presentaban estos cementerios dentro de las poblaciones, y en adelante se exigió que todos los sepelios se efectuaran fuera de los límites urbanos.

[4] Véase: La obra pía del Abad Palomino.

[5] A.M.P.: Acta del 23 de abril de 1847.





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