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Historia de Priego de Andalucía - Luz por el sistema de electricidad

1. LUZ POR EL SISTEMA DE ELECTICIDAD

¿Cómo llegó la ilumnación electrica a Priego?



© Enrique Alcalá Ortiz

 

  D

 esde nuestro hermoso balcón del Adarve, donde el pueblo suprime casas para dejar paso a la naturaleza cultivada, el prieguense abre los ojos y llena su mirada de paisaje montañoso y cielo azul. Existen pocos pueblos que tengan el privilegio de poseer tanto campo a la vista sin tener que salir de sus calles. Cubiertos con nuestros inmaculados vestidos y calzados con nuestros relucientes zapatos deambulamos lentamente sobre lisas calzadas, mientras respiramos el limpio aire que viene de las huertas. De vez en cuando nos detenemos, apoyamos ambas manos en los negros barrotes, con intención de fundirnos con tanta belleza que se ofrece, y nos deleitamos con cualquier punto de interés que nos ha llamado la atención. Esas irregulares manchas de los olivos simétricamente distribuidos en el quebrado paraje. Las umbrosas huertas, cultivadas al milímetro, donde se dan dos y tres cosechas anuales de habas, ajos, patatas, lechugas y cereales. Este esbelto, escueto, salobre e improductivo río Salado, es un lujo decorativo que convierte sus aguas en mar salado, y que Priego dibuja en su parte oeste para dar réplica de contraste a las insípidas y calcáreas aguas de la fuente de La Pandueca. Los cortijos y casitas blancas desparramados a voleo, que se levantan aquí y allá, son como pequeñas verrugas de un salpullido que se va extendiendo de una forma incontenible por las escarpadas laderas de sus sierras. (¿Llegarán un día a taparnos completamente los colores del terreno y a extirpar su flora y su fauna? No permitamos jamás tan disparatado desatino). Aquella estrecha carretera, entre el tajo y el río, es una cinta que se aleja ondulante, camino de Almedinilla, buscando a Granada la mora.

        En una noche cerrada, asomados a esta joya de balcón, lo primero que nos llama la atención, dentro de la amplia oscuridad del contorno, son esos brillos tintineantes que desprenden las luces de la Aldea de la Concepción y que parecen pequeños luceros que se hayan desprendido del firmamento y aterri­zaran en la sierra de los Judíos. Su conjunto semeja a un barco con las luces de posición encendidas, o mejor, a una nave espacial, que igualando altura con Priego, está dispuesta a poner en marcha sus motores y perderse en la distancia.

         Recién terminado mi servicio militar estuve destinado en esta aldea en lo que se llamó Campaña de Alfabetización de Adultos. Por las tardes cogía mi pequeña moto, que no necesitaba carné de conducir, y con lluvia, frío o calor cubría la corta, pero empinada distancia que nos separa de ella. La escuela estaba situada en la parte alta de la ciudad, aún no se había construido la actual, y era un viejo caserón, típico del lugar, con el suelo empedrado y pesadas puertas de madera. En la planta baja se habían instalado unas deslustradas bancas bipersonales, que lucían orgullosa mugre de chiquillería y sugestivos manchurrones de tinta azul. Todos mis alumnos habían pasado la edad escolar. Viejos y jóvenes, voluntariamente, acudían a completar su deficiente formación o a sacarse el Certificado de Estudios Primarios que por entonces empezaba a ser necesario para solicitar un empleo.

         Pero este bucólico cuadro tenía un punto oscuro: la iluminación. Mi calvario empezaba cuando el sol se ponía. No es que tuviera que pagar el recibo indescifrable de la compañía eléctrica, pues de esto se encargaría, en su caso, el Ayuntamiento. Era simplemente que no había luz eléctrica. Cuando ya la televisión en blanco y negro hacía furor y se retransmitía en directo la llegada del hombre a la luna, mi método de iluminación consistía en un cilindro de aluminio lleno de maloliente carburo de hidrógeno -descubierto por Davy en 1836- que daba al principio una intensa y fuliginosa llama, y que después iba disminuyendo su fuerza lumínica cuando el carburo, descom­puesto por el agua, había desprendido todo el gas acetileno y quedaba dentro la cenicienta cal apagada. Más tarde logré hacerme también con una lámpara de gas butano que mantenía la intensidad de la luz por más tiempo y que reme­diaba mi oscura situación.

         En 1966 instalaron en los Cortijos de los Judíos la luz eléctrica. Ha sido pues uno de los últimos lugares, con cierta entidad de población, donde se ha instalado, pero yo ya no disfruté del servicio porque fui trasladado a Priego. Paradójicamente algunos de aquellos muchachos que en su infancia no tuvieron luz eléctrica trabajan hoy en Priego como técnicos electricistas, tienen tiendas de material eléctrico o están empleados en La Sevillana.





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