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07.02. CON EL PARAGUAS ABIERTO. (Diario 2000)

 




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Historia de Priego de Andalucía - Noticias de otros tiempos

29. REPORTAJES (2)

E. García Nielfa cuenta un viaje hacia Priego.

 



                                                                                                                           © Enrique Alcalá Ortiz 

INTERMEDIO EN LA FUENTE DEL REY.- A PRIEGO POR ALCAUDETE.- Vamos a suspender la información de las impresiones recogidas en Granada para concederle el intermedio que nuestra buena fortuna nos ha deparado en la Fuente de Rey, con motivo de inesperada y breve visita a Priego de Córdoba, a donde fuimos para cumplir grata obligación de periodistas. Se nos ha dado por añadidura el conocimiento de hermosa población, situada en el límite de esta provincia y en la cual se muestra el enlace de Córdoba la Sultana y Granada la Bella.

         Para realizar esta excursión, habíamos de desistir de otra proyectada al El Carpio, a cuyos alrededores habíase organizado una gira en honor de los aeronautas militares que con frecuencia vienen a nuestra capital. Se les dedicaba un día de campo, una fiesta de carácter andaluz, sobre la base del acoso de unas vaquillas. Es decir ?concediendo explicación a un hecho, realizado  posiblemente sin más alcance que el de pasar un rato a gusto- que  se reunían aeronautas y lidiadores para demostrar cómo el temple clásico de jinetes y toreros se remontaba hasta lucirse también en los aviones, en los peligros nuevos, como si el capote sirviera de alas en las empresas de ahora. Noches después, en ejercicios temerarios si no estuviesen garantizados por bien probada pericia, los aviadores surcaban a la luz de la luna el cielo de Córdoba. Se veía imprecisamente la silueta de los aeroplanos al pasar y a veces revelaban su situación las chispas azuladas o rojas de los motores.

          Un instante se destacaron al volar delante de la luna y en ocasiones eran descubiertos por los faros giratorios de los automóviles, en funciones de cañones antiaéreos, cuyos disparos eran de luz. En la paz de la noche, la preparación para la guerra evocaba el horror de los ataques de aeroplanos y dirigibles contra Londres y París.

         A pleno sol, bajo el peso del día, vamos en automóvil hacia Priego de Córdoba. Entramos a plena marcha en el fuego, en la insolación de los campos, donde el gozoso chirriar de las cigarras es como un crujido, casi si ardiesen quemadas por el calor. Con franciscano espíritu, confundámonos con ellas, que bien hermanas son de quienes por razón del oficio y la manera de ser deja pasar, no ya el estío, sino la vida entera, dedicado más que a cantar, a contar, y no provechos, sino incidencias y motivos que personalmente nada importan. Saturémonos al fin de sol, envolvámonos en las llamas de un verano de Andalucía, ya que en este el ánimo se encuentra sereno y ninguna inquietud le asalta, después de sufrir muchos estíos malos. Sigamos contando como periodistas mas contamos también este año, aunque sea cual cigarra.

         En cuando abarca la vista, se desenvuelve magnífico el juego de colores de la tierra y el cielo en combinaciones fundidas por las veredas del campo, que semejan respiraciones de fuego. Se desvanece el azul de cielo, la tierra acusa la impresión de topacio inmenso. Apenas notada, cual una nubecilla, la luna se disuelve en lo alto. Es el olvidado espejo, en espera de la luz que de noche ha de reflejar sobre la tierra.

         Tan reseca está la vegetación del borde del camino que parece hecha ceniza. Los olivares se encuentran cubiertos de polvo. El conjunto, la mancha, es en esta parte de tonos grises, cual si enteramente hubiera ardido.

         Mas en este horno se sigue desenvolviendo la vida, en su hervor profundo y poderoso.

         Los pájaros, alzan el vuelo ante el automóvil y un momento lo siguen de igual modo que en la navegación los peces, sorprendidos también por las máquinas de los hombres, acompañan en agitados giros a los trasatlánticos.

         Serena, un águila se sostiene en la altura y de pronto baja a ras de tierra, como si todo fuera cielo inflado por el sol. Los campesinos prosiguen impávidos sus tareas. Al paso de los fugitivos excursionistas, yerguen la bien plantada figura. Son ?como el poeta Machado dijo de sí- de raza mora, vieja amiga del sol.

         Algunos siegan el dorado trigo, cual si en heces recogieran los rayos del sol. Traían otros carretas triunfales, como de romerías, en las que transportan montones de trigo: el botín, la prenda de victoria alcanzada en los duros combates del campo. Otros más, guardan ganado, entre el que se muestran inmóviles, parecidos a estatuas.

         No lejos, afanosos grupos forman los alminares, que pronto tendrán el vivo remate de las enigmáticas cigüeñas. Al camino se asoma la vida, en sus más fuertes figuras. Llegan de la fragua, donde se forjan los rayos del sol para convertirlos en mieses  luego en pan, que será como de oro. Es asimismo la despensa, en la cual está viva la carne y vivos también la simiente y el fruto de que se han de sufrir las personas.

         Surgen al borde de la carretera los pastores, los segadores, los camineros, los caminantes. Uno de estos, que como sentado a la sombra de un árbol frondoso, mira a los excursionistas. Eleva las manos hacia atrás, igual que un moro, y sonríe afable, pero sin fijar la mirada en los ojos del viajero.

         También parecen moros los demás hombres del campo y aumenta la expresión agarena en cuento la barba está algo crecida.

         En la preciosa aldea de Santa Crucita no se ve un alma. No creemos que en sus humildes casas el vecindario busque en aquellas horas refugio contra el calor terrible. Suponemos que no hallará disperso por la tierra, ganándose la vida a pleno sol.

         Cruza el automóvil el oasis de Espejo y Castro, donde el agua bienhechora produce hermosas huertas, y pasamos luego por la rica Baena.

         Al cabo de varias horas de camino, la carretera, que era blancuzca, se enrojece primero y se sonrosa después. Se ve de cerca unas montañas en las que hay agujeros profundos. Sale de ellos tierra encarnada, cual si los montes se estuvieran desangrando. De aquella especie de venas surgen varios trabajadores. Parecen tintos en sangre, a causa del color del polvo que los mancha.

          A pocos kilómetros, el automóvil se desorienta y se pierde en el campo. Salvamos el río San Juan y vemos, entre montañas, un pueblo precioso.

         Nuestra idea del que buscamos no corresponde a aquél, mas proseguimos la marcha para salir de dudas, y también, la verdad sea dicha, para asomarnos, ya que la ocasión se presenta, a una población desconocida. Su término es frondoso, de huertas. Por las tierras ricas, de frutales, donde todo acusa abundancia, va, jinete en un caballo de labor, un campesino, de expresión macilenta. Llevaba el triste, terciada sobre el arzón delantero de la montura, una caja de muerto, envuelta en un paño oscuro. En la plenitud de aquellos campos próvidos, donde la vida alcanzaba cosechas abundantes, también la muerte recogía la suya.

         Alcaudete era el pueblo. Nos detuvimos a su entrada, donde departían en la linde de una huerta con el camino, un mozo y su novia. Apartóse ella de los excursionistas, descendiendo del camino a la huerta, él dio frente a los extraviados viajeros. No obstante su juventud, era hombre de expresión triste, como apagada, de enfermo, de pobre de espíritu más bien. Por el contrario, su prometida, que por desdén, recato o disgusto de haberle interrumpido el palique, permanecía de espaldas a los forasteros, era hermosa y fuerte. En un idilio, la enamorada recogía y personalizaba a la puerta del pueblo las contrapuestas impresiones de acabamiento y plenitud ? como es la vida, en fin de cuentas- que al entrar en el término de Alcaudete recibimos. Digamos también que al otro lado de la carretera, en la primera cara del pueblo, casi del todo envuelta en árboles, un grupo de hermosas muchachas sonreían al mundo, teniendo por suyo el porvenir. Equivalían a las jóvenes quinterianas que pasean por las estaciones, entreteniéndose en ver cruzar a los viajeros.

         Amablemente nos indicaron varios mozos el camino que habíamos de desandar y continuamos la marcha. Por habernos desorientado, pudimos asomarnos al hermoso pueblo, primero de la provincia de Jaén al salir de la de Córdoba por aquella parte, pero, como habíamos de recobrar el tiempo perdido, nos era imposible detenernos. A nuestro propósito, bastaba saber que no era Priego. De este modo, y desde luego amablemente, fue como si se nos hubiera dicho la frasecilla vulgar: Alcaudete: anda y vete.

         A la caída de la tarde, entramos en una decoración de magníficas montañas, que fueron azulado fondo de paisaje durante el día y que ahora se nos mostraban cubiertas de verde, espléndida vegetación.        

         En el momento mismo de divisar el pueblo que buscábamos, un golpe de agua ?saliendo de la cortadura de la carretera en la roca viva para dar violento contra el suelo-, cual un toque de atención, como la voz de los moscas del ferrocarril en las estaciones, vino a confirmar nuestra creencia de haber llegado adonde queríamos, porque parecía decir: ¡Priego de Córdoba...! Y la parada es sin indicación de hora ni minutos, sin límite ninguno de tiempo, pues todavía el ferrocarril no ha llegado a aquel hermoso pueblo. E. García Nielfa. (1926).





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