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POESÍA DE ENRIQUE ALCALÁ ORTIZ - El viejo olivo

01. SE CORONAN CON RAMAS DE OLIVO

© Enrique Alcalá Ortiz

         Los que vivimos en Andalucía nos sentimos presos dentro de los olivares. Nuestros pueblos no son más que celdas blancas dentro de un panal adornado de olivos.

         Las aburridas lomas, las encorvadas colinas, las laderas empinadas, las campiñas de secano, la tierra de labor, la tierra calma y descalmada, pedregales y tierra arenosa reciben en este contorno mediterráneo -que alguien algún día llamó nuestro- las irregulares raíces, los fibrosos pedúnculos dotados de geotropismo positivo-negativo que sirven de sostén a un árbol paleolítico, a un árbol neolítico, a un árbol mitológico cuyo mote latino es olea europaea, testigo mudo y espectador de nacientes imperios de fuerza y religiones; testigo mudo y espectador de moribundos desórdenes sociales, y trueques de culturas distanciadas y divergentes.

         Nuestra tierra se hizo olivar que cantaron generaciones inscritas en el haz de sus hojas. (En el envés escribirían versos que mandaban a su olivita enamorada.) Nuestras luminosas tierras se hicieron olivares mucho antes que el hombre -mosca del aceite- dibujara en un papel de estraza la puerta de la historia. Nadie dejó escrito en piedra, papiro, pergamino o papel si fue antes el olivo o el hombre. (Muchos hombres son hoy por sus olivos.)

         Desde el sueño de la niñez sorprendida recuerdo la división que los hombres hacían de los hombres: los dueños de olivares, y los que trabajaban en ellos. A nadie se la había ocurrido dividir los hombres en: soñadores y viajeros; cultivadores de rosas y sacerdotes de la alegría; hiladores de nubes y guardadores del sol; panaderos de la vida y extirpadores de guerras; lanzadores de semillas y contenedores de esperanzas. Su división cavernícola seguramente fue aprobada en un congreso de pesados dinosaurios. Por eso será que de ellos no nos quedan más que los huesos hechos roca y museo. ¿De historia natural? Por supuesto que no.

         Lento, muy lento, pensé, sólo hay un camino: llegar a ti y comprender, ¿por qué las ropas de la historia se cubrieron con tus ramas de retorcido milagro y aspecto ennegrecido? ¿Por qué te hicieron las culturas -ya en la historia escrita- moneda de intercambio y trueque, metal líquido en oro sublimado? ¿Por qué los imperios, las razas diferentes, las lenguas de babel, los pueblos del norte y del sur hicieron de ti poderío y decadencia en su tiempo de prueba y conocimiento. Y ornaron sus cabezas con tus ramas. Y blandieron tus ramas en sus homenajes. E hicieron orzas de barro para contenerte? ¿Por qué llegaron a hacerte dios? ¿Por qué lo aceptaban como rescate para liberar a sus rehenes? ¿Por qué las antiguas civilizaciones  desde egipcios hasta griegos te idolatraron como árbol sagrado, símbolo de la sabiduría de la paz y de la gloria?

         Ciertamente, algo ha polarizado ese conocimiento de línea cerrada que los hombres -mediterráneos,  africanos y asiáticos- han creado siempre de una forma radial hacia tu centro que sin ser de gravedad, atrae -con fuerza de planeta- religiones y estómagos. Rápido, muy rápido, pensé, llegar a ti, viejo olivo, y comprenderte...





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