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POESÍA DE ENRIQUE ALCALÁ ORTIZ - El viejo olivo

07. TÚ TENÍAS GANAS DE DESCUBRIMIENTOS

© Enrique Alcalá Ortiz



         Me levanté temprano, me tomé un vaso de agua retirada de la lluvia, no quería beberla del río.

         Encendí mis pupilas, puse mis manos en los bolsillos de mis piernas y decidí por fin avanzar por ese camino, sendero de miles de años que recubre mi paseo, mi viejo olivo, por la historia que los hombres hacen suya, y que tú contemplas inmutándote sólo en primavera y siendo fruto en invierno.

         Hoy tenía ganas de llegarme a la finca a charlar contigo. Dejé que la aurora ocupara mi lecho, y cargado con la escardilla de pala ancha puse un cero a la distancia que nos separaba.

         Tú tenías ganas de movimiento, de anhelo arrebatado y descubrimientos. Por esto, obediente, hundí mis manos de perforador electrónico en el soporte de tus raíces y te arranqué -con delicadeza, pero con firme decisión- tus piernas vestidas de tierra, topo sin ojos.

         La separación de macho y hembra fue dolorosa por ambas partes. Tú llorabas pegotes de tierra humedecida por las cofias de tus raíces. Y la tierra mostraba desganas en su cavidad estremecida. Era la primera vez. Nunca desearías más veces después de esta experiencia desprenderte de tu seguro cobijo, pero sabías que esto no sería para tu daño, mas por tu bien, y ampliar conocimientos, y ver verdades que aumentaran amores, y conocer gentes que no fueran ecos, y hacer paisajes, y contemplar cielos que cobijaran esperanzas.

         Me desnudé el cuerpo, quería cubrirme con el tuyo y que nuestras materias llegaran a confundirse con la sensación  de su roce. ¿Cómo te estremeciste!  ¡Y cómo me estremecí!

         Después del sosiego te cargué sobre mis espaldas. Eras tan torpe de movimientos que yo realicé, por ti, lo apostaría, una prueba gimnástica.

         De tus ramas salió un pardo gorrión que aleteó buscando lejanías fuera del movimiento de tu cuerpo inesperado e incomprendido para él, pues siempre te conoció en vertical  fijeza, en perenne de hojas y desprendido de tiempo móvil.

         La noche y el día aún estaban unidos en miedoso beso. En hermoso abrazo. Ni es de noche, ni es de día. Ni las vacilantes estrellas habían desaparecido, ni la claridad del día pintó de luz el paisaje. Nos montamos en mi carroza de troncos de olivo que estaba tirada por cuatro rayos de luna que hacían de cadena de fuerza, y nos remontamos a la región de lo desconocido. Allí habita la fantasía casada con el ensueño criando a su único hijo: la poesía. No contamos el tiempo en este viaje turístico.

         Soñé que a la orilla de un río caminaba con mis tardes de joven. He visto como el agua besando la roca se come su cuerpo. ¡Pobre incauta, engañada con el beso de Judas!

         Soñé que a la orilla de un río paseaba con mis crepúsculos de hombre maduro y al mirarme en el espejo de sus aguas rojas he visto pequeñas ramas de olivo con grandes racimos de frutos maduros que viajaban como regalo de un olivar para la hija menor de Neptuno.

         En nuestra rápida carrera, ya de vuelta, sentimos mi olivo y yo nostalgia de la aldea y de su paisaje y miramos a la par anhelosos hacia abajo buscando paisajes familiares. ¡Qué gozo nos inundó cuando vimos mi blanca casa de merengue encalado rodeada de extensos olivares por todos lados! ¡Cuántos hermanos! ¡Qué familia más numerosa!

         Allí forman líneas a tresbolillo, a marco real como un ejército dieciochesco esperando la señal de ataque presto para la lucha.

         Los hay altos como pinos, bajos como zarzas; viejos como matusalenes, jóvenes como amaneceres del día, barbilampiños y juguetones. Los unos soldados aprendices, los otros jefes en experiencia. Pero todos con el arma de frutos morados, de los frutos negros, por eso este ejército vence siempre en la guerra de su cosecha aceitosa. Cada vez los olivos eran más grandes, descendíamos a una velocidad de vértigo incontrolado...

         Como por milagro, el sol cubrió los horizontes, perfumando el olivar con esencias de oro luminosas. Tú estabas ya en tu hoyo.

         Amanecía aún cuando me quedé dormido con una de tus hojas entre mis dientes.





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