© Enrique Alcalá Ortiz

         Ya pasó el verdeo y la delgada vara volteó sobre el lienzo una copiosa tormenta de aceitunas que lo alfombraban irregularmente. Sobre los salientes pedregosos, candiles de aceite iluminaban caminos de luces parpadeantes. Es fiesta en mi huerto olivar. Numerosos invitados llenan su recinto de espuma con vestidos de varios colores.

         Entre todos sobresale el cupulífero matrimonio formado por la encina y el roble que vivían en las escarpadas montañas a donde habían sido empujados por la civilización del olivar. Llevaban colgadas en sus tortuosas ramas de color verde leonado sus mejores bellotas dulces y amargas. Estaban rodeados de una numerosa chiquillada de chaparros y quejigos que se les veía jugar a todas horas en las faldas de la sierra, y que para la ocasión se habían puesto matas de aulaga, y olorosos romero y tomillo. No se estaban quietos, se quitaban apresuradamente el polvo que habían cogido en el camino el cual, al ser respirado, les provocaba estornudos, y estos les producían disparatadas carcajadas.

         Tomando una infusión de zarzaparrilla se veía un grupo formado por un enebro, un lentisco y tres madroños. Vivían en la misma meseta, pero esta temporada no habían tenido tiempo de visitarse. Se ofrecían mutuamente sus propios productos: madera olorosa y jugo para la ginebra; almáciga y aceite para el alumbrado; y, madroños de color rojo.

         Los sotos de la ribera y de la vega se quedaron casi despoblados de maleza y matas. Cogidos del brazo, formando una abigarrada cadena de vegetación, cubrieron el olivar, -aseado para la ocasión- en escasos momentos sabinas, durillos, cornicabras, zumaque, gayombas y madreselvas.

         Muy lejos se veían corriendo con la lengua en los tobillos algunos ejemplares de matagallos, majuelos, peonias y retamas.

         A los invitados se le ofrecieron hasta el hartazgo aceitunas dulces y maceradas.

         Todos gritan, vociferan y beben aroma vegetal. Bailan al son del trino de unos canarios amarillos y colorados contratados como músicos y animadores. Como sueldo se llevan una buena paga: los olores exuberantes que desprenden los invitados. Bellos músicos dirigidos por una mantis religiosa, intérpretes de valses armoniosos y magistrales de un autor llamado naturaleza.

         ¡Qué hermosa verbena en la fiesta de tu cumpleaños! Podrás sentirte contento pues toda la alta sociedad de la flora comarcana ha venido al guateque. Aunque sí es verdad que algún árbol de la huerta no ha acudido -por celos de chiquillo, por supuesto- te enviaron sus regalos y han cumplido.

         Han cesado de tocar. Los músicos vestidos de bandera nacional se han acercado al río a refrescarse la garganta y relajar sus plumas.

         Como homenaje a mi olivo verde mar, varias jóvenes margaritas con su cara amarilla y corona de algodón se cogen de la mano y forman corro. El efecto fue inmediato. Se hicieron corros concéntricos que danzaban y cantaban. Le cantan a mi olivo canciones de amores, canciones de gnomos, canciones de duendes.

         El paraíso tiene que ser algo parecido a esto. La plenitud de la dicha subía y bajaba por todas las ramas de mi olivo que desprendía lágrimas de contento por los poros de sus hojas.

         Mi olivo es feliz: a todos los quiere y todos lo quieren.

         Hasta altas horas de la madrugada se cantó, se bailó, se comió y se bebió. A la mañana siguiente en el olivar se veían hojas lanceoladas, acorazonadas, ovaladas, hendidas y partidas, junto a restos de ramas y pisadas de troncos llenas de huesos de aceituna.

         El eco de la fiesta se oyó durante las tres cosechas siguientes, que por cierto fueron pródigas en buenas y abundantes aceitunas.

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