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POESÍA DE ENRIQUE ALCALÁ ORTIZ - El viejo olivo

21. LA HONRA QUE SE PERDIÓ EN EL OLIVAR

© Enrique Alcalá Ortiz



         Las dos usaban sendos pañuelos estampados que cubrían sus cabellos y sus orejas. Pañuelos que estaban anudados en las bases de sus delicados cuellos. De sus ovalados rostros sobresalían los secos labios quemados por el frío, y las mejillas y narices sonrosadas de tanta luz.

         El resto de sus figuras era un ovillo que se arrastraba por la pendiente de la finca y estaba cubierto con usadas ropas de las que salían las aberturas de unos pantalones de hombre.

         Madre e hija se habían quedado recogiendo las últimas aceitunas entre el zumaque y la coscoja.

         Mucho más arriba, casi cerca de los encinares salvajes, se divisaban los avareadores que daban una paliza al olivo con palos de álamo, mientras cantaban pícaras letrillas que hacían saltar limpias carcajadas a todos los grupos de aceituneras desparramadas por la heredad.

         Mirando pesadamente a izquierda y derecha, la hija con un hilo de voz cortada se atrevió a hablar:

 

                   -Bajo un olivo, madre,

                   se perdió mi honra

                   que halló un aceitunero

                   muy mala sombra.

 

         La madre levantó la mirada, la dirigió a la muchacha que estaba aturdida, y le recomendó la primera solución económica:

 

                   -Si la has perdido, hija,

                   vano es buscarla,

                   dile a tu aceitunero

                   que ha de pagarla.

        

         Presto le contestó:

        

                    -Eso le dije,

                   sonriendo me responde

                   que yo lo quise.

 

         La réplica no se hizo esperar y reforzaba los primeros argumentos:

 

                     -Pues si tú has querido,

                    a quien te quejas;

                   resuelve ahora, niña,

                   tus falsas cuentas.

 

         La hija, lanzada, quiso ampliar su exposición:

 

                   -Bajo un olivo, madre,

                   la noche entera, 

                   rodeada de brazos

                   estuve ajena.

 

         Profeta de las circunstancias, la madurez, pronostica las consecuencias sociales de los devaneos juveniles en el supuesto caso de que la semilla fructifique:

                  

                   -Encima de la tierra

                   están los cercos

                   que le pondrá la gente

                   a tus excesos.

 

         Queriendo suavizar el quebrado panorama, la hija susurra finalmente:

 

                   -Bajo un olivo, madre,

                   rompí mi honra...

 

         Pero la madre, cogiendo bajo el brazo la espuerta con las pocas aceitunas recogidas, no dejó que terminara la frase:

        

                   -Si la perdiste, hija,

                   no tengo otra.

 

         Una distancia de tres pasos viajaba hacia la colina donde tronaban las voces de los asalariados.





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