© Enrique Alcalá Ortiz
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a blancura de las calles de la Villa, el barrio más típico de Priego, se llenaron el último sábado del pasado mes de abril con las intensas y deslumbrantes luces de las bengalas chisporroteantes que con su llama de catarata creaban aureola de claridad al majestuoso Simpecado, procesionado a mano, y llevado por el entusiasmo y orgullo de un hermano de la Hermandad de Nuestra Señora del Rocío. Al compás del tamboril y la flauta y siguiendo al Consiliario se hacía un «Santo Rosario Rociero» rezado por numerosos devotos.
La Villa, de nuevo, regala celajes de misterios a muchos hechos sociales, sobre todo religiosos, que a lo largo del año se van celebrando en el extravío de estas callejas turbadoras del espíritu estético y abono de imaginaciones y ritos. Y aquí las estaciones de un vía crucis semana-santero hacen trajes de oraciones a los ardores devotos, cuando cada martes del año anterior el Viernes de Dolores, al filo de la media noche, y organizado por la Hermandad de la Caridad, se inicia la marcha tras del Cristo de los Desamparados. En este vía crucis callejero, muchos vecinos iluminan sus balcones y estaciones improvisadas con la medrosa lucecita de un candil metálico provisto de aceite y de tosca torcida. La luz de estos candiles parpadea cimbreante con su austera llama aceitosa testimoniando, como sugestivo resto prehistórico, una forma de ver la vida remisa a desaparecer.
Será en mayo, cuando el lujuriante aspecto de los geranios en flor pone sangre de rubor a la limpieza encalada de las paredes, el momento escogido para la celebración de las cruces. En estos días, las hornacinas, conservadas con mimo de artesanía, son decoradas con macetas de realce e iluminadas con velas y luces eléctricas. Aquí el progreso de la luz fotónica espabila de nuevo una celebración religiosa no reglada en su aspecto callejero.
Sin embargo, el día más importante de este barrio atrayente, como todos sabemos, es el Corpus. Por si era poco su natural bello que a diario nos ofrece, ahora se alfombra su suelo con plantas, flores salvajes y altares de recibimiento, para mullir pasos de custodias y tropiezos charolados de comulgantes primerizos. La luz de las velas y la cera derretida crean ambientes de foco y capilla a este sagrario ambulante por un día, como premio por ser el misterio más grande de la fe cristiana.
El fulgor de estas luces tradicionales se ha aumentado con el de la bengala rociera. Con ello no se ha disminuido la importancia de los brillos tradicionales, antes bien, se ha iluminado otro ángulo con una luz que muestra matices de religión mariana, sureña, arenosa y filos de un folclore andaluz, amalgama que con el paso del tiempo, pese a ser del sur, se está convirtiendo en norte y símbolo de nuestra autonomía.
Al candil del tiempo, a las velas de los dogmas, al filamento de la crítica librepensadora, se ha unido la turbadora luz de estos artefactos luminosos que brillan a fogonazos dejando un humo de sombras, envolvente de cuerpos y simpecados para que al desaparecer, ya solos y con nuestra intimidad a cuestas, hagamos meditación y nos preguntemos inquisidores, ¿qué está pasando aquí?