MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio
29. JABÓN DE LAVAR
Fábricas de jabón y fabricacion casera.



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

         Según me contaron, la fábrica de jabones existente camino del cementerio había sido una industria extractora de aceite. En mi tiempo de estancia en el barrio, era una jabonería perteneciente al doctor Antonio Pedrajas. Allí, se calentaban los turbios del aceite, se le añadía sosa y en grandes calderas elaboraban jabón al que le daban forma de barra, cortada después en prismáticos pedazos.

         Muchas veces, se compró en casa este jabón verdoso, blanquecino, veteado como una serpiente, porque era la materia prima de la limpieza. Ni de las lavadoras ni de las cajas de detergentes se tenían noticias, y si se conocían eran por ver las películas extranjeras, la mayoría en blanco y negro.

         En toda casa con agua corriente había una pila con un caño incesantemente cayendo. Al lado de la pila estaba invariablemente la piedra de lavar y otra piedra en el suelo para subirse a ella. Una especie de trono de la lavandera. La ropa sucia de la semana se restregaba una y mil veces sobre la piedra, los puños y este jabón de fabricación casi artesanal, hasta que se iba la suciedad de días. Otras veces, era mi propia madre la que hacía jabón. Para eso, cogía cinco kilos de turbios, seis litros de agua y un kilo de sosa, los echaba en el primer bidón que se preparaba y a mover durante más de una hora con un palo. Se hacía tanto en frío como en caliente. Cuando el jabón estaba arriba y el agua abajo, se apartaba y se dejaba solidificar para después hacer pedazos cuidadosamente cortados, y listos para su uso se guardaban como un tesoro. Siempre pensé, cómo era posible que de una materia viscosa y que tanto mancha como son los turbios del aceite, se pudiera luego lavar mi ropa blanca interior y quitarle la suciedad. Unos años más tarde, la química me daría la respuesta. Además de este jabón para la cara, se usaba el llamado jabondolor, como un lujo exquisito.

         Muchas veces, echando el aro, o de excursión, llegábamos a la fuente del cementerio. Es una de las más rústicas del pueblo con un caño todavía más primitivo, allí refrescábamos nuestras resecas gargantas y hacíamos descanso de jugadores y excursionistas. Alguna que otra vez, cogíamos sanguijuelas que vivían pegadas en las paredes de la fuente. Las guardábamos cuidadosamente en un bote y con ellas asustábamos a los otros chicos y chicas del barrio o las poníamos encima de los perros vagabundos. A pesar de todos los cambios profundos que ha experimentado el camino del cementerio, hoy ya una calle, la fuente sigue impertérrita como dejada caer en el suelo sobre ese vértice que forma la carretera de los Prados y la desviación para la última morada.

         Animales vagabundos había muchísimos. Más de un alcalde contrataba los servicios de un experto, que se proveía de un largo lazo metálico y se le veía enfrascado en la faena, dejando al pueblo un poco más limpio de animales piojosos, hambrientos y de sus residuos olorosos. Los métodos expeditivos con los que los eliminaba podrían ser hoy pocos ortodoxos y muchas agencias de defensa de la naturaleza pondrían el grito en el cielo y la pancarta en la calle para protestar, pero la abundancia de caninos, el abandono sistemático en el que vivían y la escasez de medios para darle tratamiento, eran causas que aconsejaban los medios expeditos para su eliminación. La vida es real como ella misma. Vaya frase.