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8. EL BASTÓN DE FERIA
Era casi obligatorio comprarse un bastón de feria para ir a ver el ganado.
© Enrique Alcalá Ortiz
a situados en la calle Ramón y Cajal, podemos subir hasta la Cava y por el entonces callejón de San Pedro Alcántara, ponernos de nuevo en lo alto de la calle San Luis para empezar el recorrido de la acera izquierda, conforme bajamos. La acera, estrecha salvacoches actual, era la indicadora de la importancia de esta calle, ya que en el barrio ninguna la tenía. En sus primeras casas vivía el conserje del casino, un hombre de los pocos que llevaban elegante corbata en el barrio porque era prenda obligada en su uniforme de trabajo. Aunque el árbitro de la elegancia era el señor Francisco Talero Córdoba, vecino de las Casas Baratas, que se esforzaba con su cuidada indumentaria en poner una nota de color en los descoloridos y opacos tejidos de la gente. Llevaba siempre un elegante bastón, no para apoyar la curvatura de sus años, porque no era viejo ni estaba cojo, sino como prenda indispensable de su estilizada figura a la que cuidaba en todos los detalles. Marchaba acompasado con su bastón, cuya punta levantaba rítmica y pendularmente hasta el mismo flequillo de su cabeza, haciendo además, hábiles filigranas de malabarista con sus dedos para hacer girar el elegante garrote de una forma vertiginosa. Igual que el cayado del pastor que se hace herramienta de oficio, el palo de estas sugerencias fálicas se hacía cachiporra y arma cuando la ocasión lo requería, y así entre los chavales se corrió la voz de que escondidos en sus puños tenía pistolas y puñales. No sé lo que de cierto habría en esta leyenda de escolares asombrados que insuflaban gas explosivo al sueño de su imaginación.
La esencia del bastón estaba unida indisolublemente hasta su muerte como prenda de adorno con la feria de septiembre, única que por entonces se celebraba. Llegada ésta, en los primeros paseos, mi padre me llevaba al vendedor ambulante aterrizado para la ocasión y me hacía uno de los regalos más importantes y necesarios. El bastonero, colocado en una especie de antena horizontal, exhibía su mercancía en la que había de todas clases, tamaños y calidades y, por consiguiente, precios. El destinado a los chicos eran simplemente una vareta con el puño encorvado pintada con una decoración muy simple de color verde, rojo, amarillo o azul, que le daba un aspecto chillón. Con esta elegante macana en las manos, estabas ya preparado para ir a la feria del ganado, darle porrazos a las piedras, estacazos a los animales como si fueras una afamada figura del toreo, o te servía de sable para emprenderla con el supuesto rival poseedor de otro bastón de tu misma especie. En este simulado combate, te ponías la mano izquierda en la cintura (yo a la derecha pues soy zurdo) y cruzabas tus palos imitando a los espadachines cinematográficos hasta que uno era tocado con la punta roma. Cualquiera le decía a uno feo con semejante arma en las manos.
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