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7. ZAPATEROS REMENDONES Y RUEDAS DE CARRO
No podían faltar en el barrio los zapateros, entonces oficio necesario para "componer" los zapatos una y mil veces.
© Enrique Alcalá Ortiz
asando la bocacalle de Belén, nos encontrábamos un pequeño taller de zapateros remendones. En esta parte del barrio había dos y, como contraste, el otro estaba en la acera de enfrente, a unos pasos de distancia. No existían para ellos las severas reglamentaciones que rigen para los boticarios en cuestión de separaciones. Este oficio, ya desaparecido, era vital en aquellos días donde se miraba por la perragorda y la perrachica, escasas en demasía. El excesivo número de las existentes era un baremo indicador del bajo nivel de vida y de miseria de un pueblo refugiado aún en una dinámica de supervivencia. El predicamento de cada uno de estos talleres era suficiente para ir tirando con modestia. El calzado de cualquier clase se arreglaba hasta extremos que muchas veces resultaba difícil apreciar cual era el material primitivo. Parches en las suelas, medias suelas, tacones, medios tacones, remiendos, cosidos y zurcidos se "echaban" una y mil veces, casi hasta la consumación de los siglos. Las alpargatas de lona y suelas de cáñamo se metían bastantes horas en agua sal para endurecerlas y así alargar su conservación. Incluso los zapatos nuevos, se llevaban al taller como primera providencia. ¿Para qué? Se les colocaban unas tachuelas de metal. Semejantes éstas a cascos de naranja alunados con cuatro agujeros para clavarlas en las punteras del calzado, (que era lo normal), en un lateral de la suela o muchas veces en los tacones. El postín de la prenda nueva era insultado con el ruido que hacía uno al andar sobre las piedras de la calle. Parecía que iba diciendo "apartarse que voy a pasar".
Un recuerdo analógico que zozobra en el pabellón de mi oreja podría ser el rítmico traqueteo de los cuadrúpedos herrados, pues ellos, sin problemas de postín, agradecían al herrador zapatos de hierro en las gruesas uñas de sus patas. Los herradores más prósperos estaban en la Cava y en la entrada de la Puerta Graná, trabajaban en un amplio patio en cuyas paredes exhibían innumerables herraduras de cuatro, cinco o seis agujeros. Afilaban primero los cascos de la bestia y después de tomada la medida, le colocaban, con unos largos y gruesos clavos de cabeza prismática, una herradura reluciente. El bruto, con la patita alzada, simulaba una bailarina en pleno ejercicio de entrenamiento. En mi casa y en otras muchas, había necesariamente colgada en la pared una herradura de seis agujeros porque, según contaban, eran las que más suerte daban. Con ellas, decían, nunca se acabarían los dineros. Paradójicamente, desapareció, no sé cuando, al mejorar la situación económica. No quiero pensar que fuera la nuestra una herradura sata.
A continuación, vivía el entonces delegado de los ciegos. Se había establecido en Priego y casado con un familiar de mi madre. Este hombre se veía cada día subir La Cuesta con su tira de cupones, guiado por un lazarillo a quien daba unas pesetas por su acompañamiento. Por las tardes, jugaba a las cartas en la taberna del Quico. Siendo ciego, le tenían señalada la baraja, y a través del tacto, conocía todas las posibles jugadas de su baza. No era invidente de nacimiento, sino que tuvo un accidente cazando con una escopeta. Murió bastante joven, dejando viuda y tres hijos, cuando todavía yo vivía en el barrio.
En todas las demás casas siguientes, se dedicaban los vecinos a las faenas agrícolas, aunque la última acababa con una nueva herrería: la del señor Conejo. De esta forma, esta acera de la calle, para no desdecirse, finalizaba como empezaba: con un taller de herrería. El propietario rivalizaba con denodado esfuerzo en el arte del duro metal con Sandalio. Tenía fabricadas de hierro pintado en negro, (para montar, colocar y volver a quitar), las barandas que se ponían en las rifas para acotar un espacio donde se colocaban los subastadores y donde después se irían comiendo los platos comprados sobre los mismos bancos de la iglesia. El redil de la abundancia hacía estómagos inflados en el postín bullicioso de unos acomodados que alevosamente, en la calle, mascullaban sustancias prohibidas o no vistas en el horizonte inmediato de otros vecinos. Estos hierros ocasionaron a mi infancia una marca para toda la vida. No con hierro candente, que deja chamuscado el anagrama del dueño, sino con hierro frío, pues como he dado a entender, se solía hacer ostentación delante de los que no podían adquirirlos. Estos momentos, en los que siendo un chaval iba viendo como se comían plato tras plato, para mí todos pura fantasía culinaria, fueron muy tristes y me ocasionaron, aparte de segregaciones viscerales, un trauma donde todavía aletean melancólicas amarguras. Quizás, quizás, por esta razón no voy nunca como subastador, a pesar de haber asistido, por compromiso social en alguna ocasión a estas rifas, ya sin barrotes.
Con su negocio acababan las casas. A continuación, seguía el huerto Rondel con su empalizada de protección, para llegar casi al mismo borde de la calle Ramón y Cajal, donde más tarde se colocaría un taller para reparar, sobre todo, las ruedas de los carros de tracción animal cuando más tarde se construyeron las Casas Baratas. Los carros, según sus dimensiones, iban tirados por uno, dos, tres o cuatro imponentes mulos y transportaban toda clase de mercancías. Se veía a los carreros sentados en la parte de atrás, si iban de vacío, o chasqueando sus largos látigos, entre los adornados lomos de sus bestias, para hacerse obedecer mientras proferían, en su enfado de arrieros, insultos y maldiciones. Sus enormes ruedas, hechas de madera, tenían las llantas de hierro, y con ellas, en sus continuos viajes por las carreteras y calles de la ciudad, producían graves daños en el piso de piedra, de tierra o de asfalto, creando numerosas canaladuras verticales a lo largo de su recorrido. Por esta razón, fueron prohibidas las cubiertas de hierro que deberían ser sustituidas por las de goma, con lo que se acabó con otro oficio, produciendo la quiebra de varios talleres. Hoy se ve un carro pequeño, de fea factura metálica, pintado de verde, tirado por un burro, como heredero devaluado de la pujanza de sus predecesores. Se dedica a transportar el escombro de los derribos donde no pueden entrar los camiones más pequeños. Sus días están contados en el calendario del desarrollo exterminador.
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