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6. "EL QUICO" DE POVEDANO
Excepcionalmente, en algunas casas había obras de arte importantes.
© Enrique Alcalá Ortiz
este séptimo arte se unía en mi arregosto un extraordinario dibujo del pintor Antonio Povedano. Cuando yo era un chaval, mi madre frecuentemente me mandaba hacer pequeños recados a una tienda‑taberna que había en la calle San Luis, haciendo esquina con la de Belén. Esta casa tenía una puerta de entrada al patio por la calle Belén y dos por la de San Luis. Una de ellas, te ponía en una pequeña tienda de ultramarinos, la otra en la taberna. Y aunque estaban separadas las dos dependencias por una pared, el mostrador de ambos negocios era uno solo, ya que en el muro había una abertura de comunicación. El local más grande era la taberna con varios barriles de los que se escanciaba el vino para ser bebido directamente en grandes vasos, parecidos a los que se usan para tomar agua. El mobiliario consistía en unas pocas mesas con sus sillas correspondientes para que los clientes pudieran echar una partida de cartas, generalmente de tute o de subastao. En dicha taberna y cara al público, colgado en una pared encalada, sobresalía un dibujo atrayente. Llamaba la atención por lo insólito y extraño. El retrato en cuestión era del pintor Antonio Povedano y representaba al dueño del establecimiento, Sr. Muñoz, a quien popularmente se le llamaba "Quico". Éste se mostraba con toda la majestad de su gigantesca humanidad y aunque era nada más que la cabeza mirando de frente, como conocíamos a su poseedor, podíamos hacer una valoración y comprobar que aquello, sin ser una fotografía, estaba mejor hecho a mano que lo que podría hacer la cámara oscura de la máquina del Sr. Medina. Así que siempre que entrabas, te observaba la perfección de su mirada, que parecía decirme "te estoy vigilando, muchacho". Por mi parte, yo le diría, "no me voy a llevar nada, tranquilo".
Era muy raro, en una sociedad poco desarrollada, ver un cuadro hecho a mano, nada más y nada menos que en un barrio tan popular como aquel, cuyas casas estaban decoradas con amarillentos retratos familiares, hojas de almanaque y santas cenas de láminas de colores. Los cuadros de pintura los había visto en las iglesias. Más tarde me enteré que en muchas casas de Priego también había cuadros de colores hechos al óleo. La perfección del trazado, la calidad del dibujo y el asombroso parecido con el representado hizo que aquel "cuadro" se me clavara en el recuerdo para siempre, y como dice el poeta, habría de partirme el corazón de mi alborozo. Todavía soy un rehén, sin rescate, de la admiración que me producía su contemplación gratuita. Porque era un placer añadido a la perragorda de negro extracto (regaliz) o paloduz que solía agenciarme para mi deleite.
Antonio Povedano, en la segunda mitad de la década de los cincuenta, solía venir frecuentemente a Priego, porque estaba realizando unos cuadros de los conquistadores prieguenses para colocarlos en el salón de plenos del Ayuntamiento. Entonces, realizó este retrato, el de Manuel Mendoza, el de Avelino Siller y algún otro, que yo vería ya crecido, cuando llegué a conocer a estas personas.
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