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5. LA BODA DE QUINITA FLORES
Participación de algunos vecinos en el rodaje de esta película.
© Enrique Alcalá Ortiz
n el mismo sitio de la acera donde nos sentábamos, estaba la puerta de la casa de Carmencita, una costurera de las muchas que existían entonces, dedicada a hacer trajes de hombre. Alguna vez me confeccionaron a mí uno, creo que fue antes de ingresar en el instituto. Avisaba cuando estaba la prenda para prueba y la mujer empezaba con un jaboncillo azul a pintar rayas aquí y acullá, a manosearte por todas partes (buscando los defectos del traje, eh) y a pegar tirones de un lado para otro hasta que encontraba el ajuste requerido. Los pantalones me los cambiaba en su dormitorio. "Estás muy seco", me decía mientras tiraba de la chaqueta para que no hiciera arrugas. No contestaba nada y seguía mirando a la ventana que daba a la calle como un gato acosado por un perro rabioso. Yo estaba deseando estrenar algo nuevo, pero más deseaba que me dejaran tranquilo.
Mi hermana Amelia aprendió en este taller de barrio a coser, oficio entonces casi obligado en las clases populares. Más tarde, en mi casa, después de comprar la tela en una de las numerosas tiendas de tejidos de la localidad, la llevaban a un sastre que cortaba los pantalones, y ella los hacía en la máquina de coser de manubrio, marca Singer, de la abuela o en la Wertheim amarilla que después se compró mi madre. Quién iba a imaginar entonces, que en Priego se hicieran miles de prendas de confección al año varias décadas más tarde y que los sastres desaparecerían por completo como oficio artesanal.
Como excepción a este pedazo de acera, la casa siguiente no se dedicaba a un negocio público. Así que en la jofaina del descanso metemos las manos calientes de tanto trabajo y le damos un jubileo estacional para pasar a la posterior, donde estaba la barbería del barrio. Trabajaba el barbero junto a su chavea de educando, quien aprendería el oficio y heredaría el negocio para finalmente marcharse a la emigración cuando a la bullanga adolescente le dio por no pelarse con la frecuencia deseada por los barberos y requerida por los exhaustos bolsillos de sus esposas. Llegado el turno, te levantabas de la silla de espera, y de pie, te extendía un paño blanco sacudido de pelos, antes de pasarte por al cuello inclinado en actitud orante, la maquinilla del número cero que te dejaba el cogote liso como la bombilla de 25 bujías que alumbraba el interior de la barbería. De esta forma, decía mi madre, que el pelado duraba más, se ahorraban reales y era más limpio, pues las pelambreras solían ser nido de piojos y liendres, riqueza filibustera que buscaba merienda y piscolabis en las sucias pistas convexas de aterrizaje craneal de los chiquillos del barrio (de los tipos "pedículus humanus córporis" y "pedículus humanus humanus") y en otras partes más púdicas del cuerpo que no nombro (del tipo "pedículus pubis") en este acto de autocensura voluntaria. Era frecuente que las abuelas espolvorearan con sus huesudos dedos las hirsutas caballeras en busca del cerril insecto chupador y encontrado éste, era colocado sobre la uña del dedo pulgar para, a continuación, machacarlo con la otra uña homónima. Un sobrecogedor chasquido de sangre ponía un toque de limpieza a este exterminador método piojoso que insuflaba un regodeo complaciente en el nieto por el éxito obtenido.
Cuando estabas crecido, el barbero te sentaba en su gigantesco sillón, y así mientras él iba a la suyo, uno en miradas subversivas podía contemplarse de cuerpo entero y observar la faena de recluta que te estaban haciendo. A este panorama de despojos se unía la bulla de los amigos que al verte de esta guisa empezaban a darte la papela, un guantazo cariñoso en el cuello, seguramente para que recobrara el calor perdido por el abrigo que tenía con los pelos. Nos teníamos que aguantar porque yo hacía lo mismo cuando aparecía otro pelao.
Exhibía el habitáculo, en los húmedos muros de las blancas paredes, pobremente enmarcadas, unas fotografías, en blanco y negro, dedicadas al propietario por los actores Luchy Soto, Rafael Durán y Luis Peña, que unos años antes habían venido a Priego a rodar varias escenas de la película titulada La boda de Quinita Flores. Un remolino de inquietud llamó a las puertas de la casa de mi abuela Francisca Ortiz y penetró como liviano viento en la tranquila almunia de los familiares airados. A ver si me explico. Al inicio de los años cuarenta, mis padres vivían con la abuela, en la casa de la calle Belén. Después de su trabajo en la fábrica de tejidos de los Canos, mi padre trabajaba como acomodador en el cine Salón Victoria donde acudieron los realizadores del film para la firma Cifesa, pidiendo extras a fin de rodar unas escenas. En la que se filmó en el Calvario, necesitaban una gran cantidad para asistir a la boda de la heroína, en esta comedia de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero. Mi mismo padre fue vestido con ropas ad hoc, y mi abuela contratada como principalísima murmuradora a las puertas de la ermita, junto con otras amigas de su edad, para cuchichear el hecho de haber sido testigos involuntarios de la boda escandalosa que Quinita y Eugenio, quienes al finalizar la misa y volverse el fraile para dar la bendición "se cogieron de las manos y dijeron en voz alta que se aceptaban como esposos. Aquel desacato alteró sobremanera a las pacíficas viejucas del pueblo, que se hacían cruces ante lo que habían visto" (...), esto es lo que dice la propaganda de la película de Gonzalo Degrás.
Pero esto fue en la ficción. La realidad poco ingeniosa en esta ocasión, copió este artificio de teatro para hacerlo realidad, ya que a las hermanas de mi madre y otros familiares, le sentó como un jarro de aceite de ricino el hecho de tener una madre peliculera. La interpretación sobresaliente de la abuela con el misal en la mano y con su moño al cuello era una ofensa a la artritis de su reputación. La película, en cuestión, la tenemos grabada en VHS casi toda la familia y acá atesoramos la mesnada de los orgullosos nietos un asilo de recuerdos en esta anécdota familiar cuando aquietados los ánimos con el transcurso del tiempo gotea la razón sobre las sonrisas comprensivas.
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