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2. EL TRIBUNAL DE LAS AGUAS
Las antiguas juntas de hortelanos regantes para acordar la distribución de las aguas de riego.
© Enrique Alcalá Ortiz
nos pasos más abajo y en un pequeño rellano había y hay una fuente. Hoy vemos el pequeño recinto convertido en un incipiente jardín vallado y por lo tanto prohibido el acceso de esta forma. Se ha convertido en una fuente decorativa para ver cuando se va andando, porque en coche, al ser la calle dirección única para abajo, con sentido a Ramón y Cajal, hay que tener cuidado con la curva y es muy difícil contemplarla y observar el agua cantarina que fluye de su caño. Su función, en una de las entradas del pueblo, era la misma que las fuentes de la Puerta Granada, el pilón de la calle San Marcos o el que existe en la calle Ramón y Cajal: aparte de agua para los vecinos, servía de abrevadero a los numerosos animales que antes había, semovientes, ganado ovino, porcino y los que andaban vagabundos por el barrio. Se veían manadas de cabras que se acercaban presurosas a beber su agua que discurría sin cesar, de las que sobresalían retahílas de cabezas negras, sacando la lengua y volviéndosela a meter llena de fresco líquido, al mismo tiempo que se le dilataban los ojos y se le enderezaban la largas orejas, mientras otras muchas, de una forma impaciente, esperaban turno para hacer lo mismo, y mientras tanto, los chivos pequeños aprovechaban la ocasión para engancharse a un pezón y empezar a succionar. A la misma hora cada día, el cabrero daba unas voces de llamada y acudían las mujeres con sus cacharros para llenarlos de leche. Éste se ponía en cuclillas, colocaba la olla en el suelo, cogía los dos pedúnculos de las hinchadas tetas y empezaba a ordeñar al animal con una maestría inaudita. De sus manos salían rítmicamente dos chiates de leche blanca que hacían una vaporosa espuma que se desbordaba de la lechera. Algún que otro chorro caía sobre el suelo. Cobraba, y empezaba de nuevo la faena, hasta que exprimía por completo las ubres y las dejaba como si fueran higos secos. Cuando la mancha negra del hato desaparecía cuesta abajo en busca de los pobres pastos de los ribazos de los caminos y de las fincas no labradas, se veía el piso cubierto con una nieve no blanca, sino negra. Cientos de cagarrutas ponían viruelas en el suelo empedrado. Se ofrecían, bien aisladas, parecidas a pequeñas aceitunas o formando piñas, haciendo dibujos muchas veces caprichosos. Había personas que se dedicaban a recoger este estiércol para después venderlo, pues de cualquier forma había que buscarse la vida.
De la misma manera, mulos y sobre todo burros, se acercaban a tomar sus aguas, algunos incluso graciosamente lo hacían del caño. Después, el dueño se subía al filo de la fuente, daba un salto y se montaba encima del serón. Cabalgando a la bestia y con las bridas en las manos, se perdía calle abajo con sus pantalones de pana o "patén" remendado, sombrero de paja sobre la cabeza y su cabra de reata. Las duras faenas del campo no tenían prisa esperándole y por esta razón, él avanzaba en cómodos vaivenes asnales. A veces, se encabritaba el burro al paso de una bella dama de su especie y los rebuznos que daba eran tan fuertes que ponían al barrio en revolución, y los chavales avisados corríamos a ver los instintos escandalosos de amor de la bestia, dando saltos de deseo, echando espuma por la boca y con la verga empinada semejante a un trabuco de carabinero.
No obstante lo anterior, lo más sobresaliente de la fuente no eran estas funciones que hemos descrito, sino la utilidad social del tribunal de las aguas que se celebraba en el poyo de piedra que protegía el desnivel existente entre las calles San Luis y Ribera de Molinos. No han tenido pues la exclusiva los valencianos. Esos tribunales son más famosos porque han sabido perpetuarse en el tiempo y su legislación autonómica los ha recogido en su articulado. De una forma periódica, al anochecer, cuando ya daban de mano en sus faenas agrícolas, los labradores se iban reuniendo alrededor de la fuente. Allí sentados, bajo la autoridad de un alcalde de las aguas, acordaban, sobre todo en el verano, los turnos de agua de riego y el tiempo que le correspondía a cada cual, según la extensión de sus fincas. Y como el agua fluye sin cesar a todas horas, bendición en este pueblo, muchos días había que levantarse a medianoche para regar la sedienta huerta. En esas noches, los golpes de la escardilla ponían pegotes de barro en las acequias para canalizar el agua que llegaba orgullosa a los agrietados surcos que la absorbían escamoteando un suspiro de agradecimiento, a la vez que los tomates, los pepinos, las berenjenas, los pimientos, el maíz, las habichuelas, patatas, batatas, pendejos y los demás productos hortícolas brillaban de humedad a la pálida luz de las tinieblas estrelladas. Terminada la faena, se desviaban de nuevo las aguas hacia la acequia comunitaria, y con la escardilla al hombro se volvía con sabor a tierra mojada entre las manos y en las suelas de las botas. O bien se dejaba guardada en la choza de palos y cañas que se tenía toscamente construida para colocar los aperos de labranza. Para ir con el tópico tendremos que decir: bendita agua, fuente de vida y de riqueza.
Mi abuelo paterno, José Tomás Alcalá-Bejarano, agricultor, tenía arrendada una pequeña parcela en la Haza la Villa a la familia Guardia que después pasaría al Hospital de San Juan de Dios. Después de la muerte de mi abuelo, mi padre tuvo durante unos pocos años esta labor, y más tarde mi primo Pepe, el hijo de José, hermano de mi padre, quien la cultiva en sus ratos libres.
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