© Enrique Alcalá
Ortiz
lo largo del año existen dos ocasiones en que nos bendicen el pan.
La primera pasa hoy, sin pena ni gloria, y ocurre en esa fiesta de la Candelaria, dos de febrero, cuando los curas echan la bendición sobre las tradicionales roscas.
Aún recuerdo, a una hora prefijada de antemano, a toda clase de gentes del pueblo con sus talegas y canastos de pan recién sacado de la tahona, esperando las gotas santificadoras del agua bendita que, esparcidas con el hisopo, regaban desigualmente su alimento. Actualmente el sacerdote va directamente al horno, por la mañana temprano y bendice el pan antes de ser vendido.
La otra ocasión en la que nos lo bendicen posee unas circunstancias peculiares y características.
Un ama de casa
Aquella mañana A. Ortiz ?diligente ama de casa priegueña?, se había levantado con prisas. A las tareas habituales, cotidianas y aburridas de cada jornada, tendría que añadir hoy una extraordinaria: la confección de los hornazos para toda la familia.
Había tenido la precaución, en la noche anterior, de cocer los huevos, algunos blancos y otros rosas, que dejó en una fuente fuera del frigorífico. En un lebrillo de artesanía andaluza, amarillo de otoño con volutas verdosas, depositó la harina y el agua necesarias para formar la masa. Un poco de sal la sazonaría. Las dos manos harían el resto. En los años anteriores había observado como los hornazos, que veía en el Calvario, iban tomando multitud de formatos y figuras: hornazos de huevo, de dos, de tres; semejantes a un castillo de la época post-Reyes Católicos; una amplia gama de animales de nuestra fauna, serpientes alargadas, gatos bigotudos, canes domésticos, y aves de todas las especies catalogadas. Se decidió por esta última hechura, ya que siempre lo había fabricado así.
En un trozo de pasta de forma parabólica colocó con decisión el huevo, lo cubrió con una porción palmeada de masa, esculpió una cabeza de ave, a la que puso dos granos de pimienta por ojos, y la coronó con un trozo de gamuza granate. Con unas tijeras de acero picoteó la parda pasta para simular plumas. Aquella gallina ponedora le había salido bien. El horno haría el resto. Después a la alacena a esperar el Viernes Santo.
Un panadero
Unas pocas calles más abajo J. Luque ?propietario de un horno de pan cocer? estaba en su agosto, aunque el calendario señalaba un mes de primavera. Si bien, la mayoría de los clientes freían sus dulces, en negras sartenes de latón, siguiendo esa cultura culinaria y mediterránea del aceite, y fabricaban en sus hogares los pestiños moros, los palillos como dedos, las esféricas albóndigas, le llevaban aún, para su cocción al tórrido calor de su horno, en unos moldes de papel blanco, las magdalenas, de color de yema; y, como desde tiempos ancestrales, bandejas con el único alimento tradicional que no llevaba azúcar y que al aire libre se comía en un banquete multitudinario y colectivo: "los fornazos" u hornazos.
Pero no acababa ahí su gestión, con una reconversión anticipada que al final señalaría la cuenta de resultados, había ampliado el campo de su oferta, fabricando de una forma casi industrial tantas gallinas-hornazos que había agotado la producción de huevos de la comarca. La gráfica de ventas ascendía, pero la cota más alta la alcanzaba vendiendo varios miles en esa Semana Santa pasterizada que, anticipadamente, se celebraba en el norte. De la tradición, que se perpetuaba en nuestra meseta montañosa como planta propia, se desgajaron esquejes, para sembrar nuevas, de cuyos frutos comerían nuestros amados paisanos errantes.
Un rito
Todos los pueblos de la antigüedad han celebrado el equinoccio de primavera. Cuando el día se hace igual a la noche, en nuestro hemisferio, la naturaleza ?aún hoy todavía? experimenta un desborde vital, arrollador. Cualquier persona, es obvio decirlo, por muy urbana que sea, siente también, en un eco universal de ser vivo, ese influjo perturbador e impetuoso.
Pasemos una página de la historia para atrás y veamos lo que nos dicen Ethel y Martin Tiersky, en su libro Customs and Institutions, sobre el origen de estas fiestas. "Aunque la religión cristiana dio al mundo la Semana Santa, tal y como se conoce hoy, (los andaluces hemos desarrollado una forma muy peculiar), la celebración debe su nombre y muchas de sus costumbres y símbolos a las fiestas paganas llamadas Eostre. Eostre, la diosa pagana de la primavera y del sol naciente, obtuvo su nombre de la palabra east, oriente, este, donde el sol nace. Cada primavera los pueblos de Europa celebraban la fiesta de Eostre en honor del despertar de la nueva vida en la naturaleza.
La Crucifixión sucedió, efectivamente en primavera. La última cena, que pasó en jueves, el día antes de la Crucifixión, era una tradicional fiesta de los Julios. Muy pronto los cristianos hicieron coincidir las fiestas paganas del Easter con la Pascua judía. Pero se estaba descontento con esta fecha, porque se quería que la Pascua de Resurrección cayera en domingo cada año y con la Pascua judía no ocurría esto. Durante mucho tiempo la Pascua fue celebrada en diferentes fechas y lugares. Finalmente en el año 325, después de Cristo, un concilio resolvió el problema con la ayuda de los astrónomos. Decidieron que la Pascua se celebraría en el domingo siguiente de la primera luna llena después del 21 de marzo. La luna llena era muy importante porque, desde muy antiguo, servía de ayuda a los viajeros que deseaban reunirse con parientes y amigos en las grandes fiestas de primavera".
Jesús Nazareno, el monte y el hornazo
También muchos de los símbolos modernos de la Semana Santa proceden de los tiempos paganos. Aparte de los apellidos célticos de los protagonistas Ortiz (campo), Luque (luz), el huevo, por ejemplo, era un símbolo de la fertilidad mucho antes de la Era Cristiana. En Mesopotamia, Grecia, China se intercambiaban huevos en sus fiestas de primavera. Hoy numerosos pueblos continuamos manteniendo el rito. Pero con un contenido bien distinto.
Esos personajes de nuestra historia ?ilusión religiosa y realismo práctico?junto al mito pagano se aúnan con el monte y Jesús el Nazareno en ese momento cumbre de la bendición del hornazo.
Si de verdad se siente la Semana Santa hay que subir al Calvario. La frase "Allí estaba todo el mundo", es casi verdad. En ningún acto religioso de interior se logra la asistencia mágica que este acto arrastra. Una abigarrada multitud, en la cúspide del monte muestra el hornazo ?huevo y pan ácimo? que será bendecido por Jesús entre delirantes gritos y brazos oferentes. (Hoy se llevan bebidas "espirituosas " y otros alimentos). El hornazo se come después, en una comunión colectiva, llenos de gozoso júbilo. El rito ha terminado. Sólo queda descender en todos los sentidos: del monte y del arrebato extático-religioso.
Allí nos veremos todos, llueva o brille el sol, porque al fin y al cabo cambian las cosas. Las actitudes humanas siguen siendo las mismas, aunque con diferentes cuerpos.