© Enrique Alcalá Ortiz
uando hace ya muchas décadas, el párroco de la Asunción nos presentó el proyecto de hacer un club familiar, nos entusiasmamos muchos prieguenses porque sin lugar a dudas representaba un adelanto social inaudito por aquellos tiempos. Mi mujer y yo nos hicimos socios. Así que fuimos de los primeros que dimos aquellas cinco mil pesetas de entrada.
El club se llevó a efecto y los primeros socios lo estuvimos disfrutando de una forma ansiosa. Fue el tiempo de las reuniones multitudinarias en el salón de arriba y del disfrute de una piscina que parecía un mar. Disfrutábamos con fruición y casi con morbosidad puesto que todos los de mi edad habíamos dejado atrás una difícil etapa de carencias y necesidades.
Como muestra, recordamos que a mediados del siglo pasado, aunque en la mayoría de las casas estaba instalada el agua corriente (no la tendrían los barrios situados encima de la Fuente de Rey) el cuarto de baño era una cosa extraterrestre y los complementos ducha y bañera todavía más lejos de esos límites, así como los termos para proporcionar agua caliente tanto al baño como a la cocina. Recuerdo que las primeras duchas que vi, la instalaron en el barrio, ya desaparecido, llamado de Las casas baratas. En una de estas casas compradas por una tía mía fuimos los primos a darnos las primeras duchas de nuestra vida. Con esta clase de aseo, se comprende la frecuencia de las epidemias de piojos y otros bichitos de su especie que se asentaban en nuestros cuerpos desprovistos del líquido elemento.
De la misma forma, ni de los baños públicos ni de las piscinas teníamos idea de lo que era disfrutarlas. El placer más grande era ir a La Cubé, a Las Angosturas, o a cualquier chilanca a darte un chapuzón. Bañarte en una alberca, junto a ranas y verdes ovas era un lujo que sólo podían disfrutar unos pocos.
A mitad de siglo, un avispado hombre, apodado Manancas, colocó unos pocos sacos con arena a modo de presa en un recodo de río Salado cerca del nacimiento de agua de la Fuente Bermeja y en aquella rústica presa, por unas pocas perras gordas nos bañábamos los chiquillos en unas aguas que con el trajín se ponían del color crema. La réplica, fue la piscina pública de Topamí. Al principio sólo de hombres, luego, por las mañanas serían de mujeres y por las tardes los hombres, para finalmente convertirse en mixtas. Es decir, hombres y mujeres, todos revueltos. Para llegar a esto tuvieron que pasar muchos años y producirse un profundo cambio de mentalidades. El escándalo de cuerpos semidesnudos dorándose al sol y chapoteando sanamente en las aguas se fue suavizando.
Por esto el Club Familiar la Milana fue tan importante cuando se creó, y sigue siéndolo, a pesar del desarrollo espectacular que estamos disfrutando en las últimas décadas con tantas casas de campo como nos perturban el paisaje, muchas de las cuales tienen su piscina particular.
Por lo que a mí respecta, dejé de ser socio cuando se produjo la crisis de la propiedad del Club que de obra social del Monte de Piedad, pasó a ser de los socios.
La morriña me hizo volver de nuevo hace ya tres años. En este tiempo, y aunque muchos no lo vean, frecuento el club habitualmente. Durante los meses de invierno, voy a practicar tenis por las mañanas y tengo oportunidad de ver los cambios de nuestro hermoso jardín durante todas las estaciones. Durante la temporada de verano, soy del grupo mañanero, puesto que a esas horas se puede practicar la natación con entera libertad. Después, el refrigerio, en una charla distendida no hay quien me lo quite.
Desde luego es una suerte ser socio y disfrutar sus instalaciones.