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02.05. CANCIONERO POPULAR DE PRIEGO. (Tomo V)

 




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desde el 1 de mayo 2007
MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

13. ALGUNOS RECUERDOS DEL BARRIO DE LA HUERTA PALACIO POR LOS AÑOS CINCUENTA DEL SIGLO PASADO

Se describe la calle Belén, los carboneros, las candelas y rincoros, las fiestas de agosto y las de la Navidad, con la Pastorá, las rondallas y las migas.

© Enrique Alcalá Ortiz



                       La calle Belén es como la lanzadera del barrio en el tejido de sus vías. Va de un extremo a otro, dando de mano a cuatro calles: San Luis, Enmedio Huerta Palacio, Molinos y Ribera de Molinos. Para corretear por el barrio, hay que pasar por Belén o tenerla como observadora. Su trazado recto, como una regla de escolar, indica lo moderno de su construcción, en comparación con la Villa o la Puerta Granada. En el "Diccionario de Pascual Madoz" realizado a finales del siglo pasado hay un mapa de Priego donde aparecen ya diseñadas las calles citadas.

            Colocados en la casa de la hornacina de la Coronación de la Virgen, te llegaba la vista hasta la fábrica de harina de los Ruices. Al lado de ésta, se estableció una fábrica de hacer pastas. Llevaban razón con su emplazamiento, porque si la harina es el elemento base de la pasta, ésta podían adquirirla sólo con dar una voz, y se podría coger casi con las manos. Los propietarios creo que eran la misma familia Ruiz, que se la compraron a Avelino Siller y Manuel Arjona, que la tenían instalada anteriormente en el Adarve. En la fábrica, observé todo el proceso de fabricación de los fideos. Era un gozo verlos salir como si fuera por la cabeza de una regadera, formando una tupida melena rubia. Por lo visto, vendían poco y no resultó negocio porque la cerraron pronto. Italia quedaba muy lejos, pero no fue óbice para que nos mandara la pizza puesta de moda por los americanos.

            En la esquina de la calle Molinos, y en parte de ella, estaba la vivienda de Polonio. Ésta tenía un gran corralón para guardar animales. Polonio se dedicaba a la compraventa de ganado. Su negocio consistía en ir de feria en feria, traficando con animales. Sobre todo, mulos, burros y caballos. Se veían los hatos trotar precipitadamente por la calle camino de las cuadras o Cuesta arriba, libres de aparejos y bridas que le entorpecieran la marcha. Su caminar en manadas hacía retumbar el suelo como si de un terremoto se tratara. Este negocio le debía ir bien, porque en el barrio era uno de los que más dinero movía. Recordaré que cuando se casó una de sus hijas, la boda rompió todos los moldes de derroche habituales. Fue lo que se llama "una boda soná", incluso a los chavales que estábamos mirando en la calle nos dieron comida, aquello era un lujo inaudito. Con todo, fue mucho menos de las que hoy celebra todo el mundo.

            Unos pasos más adelante, pero en la otra acera, existía otro negocio parecido. Era el corralón de Manolo, así llamado por el nombre de su propietario y para asombro del tiempo, aunque está jubilado, un hijo adoptivo suyo sigue con el negocio. También compraba, criaba y vendía animales. Pero era ganado de cerda o lanar, sobre todo, porque era carnicero, y en el corralón esperaban hasta que les llegaba el turno del sacrificio y el tiempo de las chuletas fabricadas en el matadero que se encontraba a unos pasos.

            El resto de vecinos estaba formado por jubilados o campesinos, hortelanos casi todos, dedicados a estas faenas artesanales, ya casi desaparecidas o a punto de desaparecer, porque solamente se dedican muy pocas personas mayores y ningún joven para continuar con unas labores y métodos ya arcaicos y poco productivos. 

 

CARBÓN DE ENCINA 

 

               A una y otra parte de la calle, casi enfrente, con una diferencia de pasos, existían dos negros y sucios negocios. Uno puerta con puerta con la casa de mi abuela, y otro, dos casas más arriba. Los Pumbos y los Pitas[1] tenían un comercio de venta al por menor de carbón vegetal.

            Por entonces, este oscuro combustible negro como una noche de invierno, era el más usado en la cocina, junto a la leña. Sobre unos anafes de hierro macizo, se ponía un poco carbón y dale que dale al soplillo en un tiempo sin medida, hasta que las ascuas se ponían al rojo vivo para poder colocar el puchero. El soplillo de esparto de tanto decir que no a la lumbre para hacerla avivar, se rompía por el mango y entonces era necesario cogerlo por el centro, con lo que se perdía fuerza y había que aumentar el tiempo de dar aire. Mi hermano Tomás hacía unos hornillos móviles con cubos de latón usado. Los llenaba de mezcla de yeso, dejándoles en el interior un orificio de una cuarta donde colocaba unos hierros cruzados para soporte del fuego y en la parte de abajo, a un lateral, abría una pequeña ventana para dar aire y por donde se recogía la ceniza. Estos infernillos, al ser móviles, se podían poner en el patio y cambiar de sitio, según la estación del año. El pardusco humo desprendido era una anáfora que pintaba de sombras todas las paredes de la cocina y el chisporroteo, un sonido de voces que gimoteaba como almuecín en la mezquita.

            El día que descargaban un convoy de carbón se ponía la calle de luto con el polvo que soltaba la mercancía. Lo apilaban suelto, en una habitación de la entrada de la casa, y allí esperaba a los compradores. Aunque lo normal era que el carbonero lo fuera vendiendo por las calles, cargado en los serones de los burros, si bien en la última época se hicieron fabricar unos pequeños carritos con ruedas usadas de bicicleta, tirados por un animal o que empujaban ellos mismos. Y calle por calle, iban pregonando su producto o mejor su oficio, porque gritaban "Carboneroooo...", y a su reclamo acudían las amas de casa a proveerse para el día o la semana. Como no hay luz sin oscuridad, ni día sin noche, era chocante ver a los harineros cuando salían de la fábrica pasar por delante de los carboneros en un acto de rebeldía de colores.

            Los carboneros fueron desapareciendo paulatinamente. Su oficio de siglos en palos de encina y olivos, prendidos y apagados a medio arder, se tornó primitivo con el arribo de los derivados del petróleo. Primero fue la llegada del petróleo, del que había que proveerse en las tiendas y formar largas colas para conseguirlo, y más tarde le daría la puntilla definitiva el gas butano. La limpieza, comodidad, economía y reparto a domicilio se fue imponiendo, y los carboneros ambulantes se fueron quedando en el recuerdo y como estampa de anaquel. El carbón se ha convertido hoy en lujo de barbacoa campestre para dar sabor natural a la chuleta dominguera. 

 

 ENMEDIO HUERTA PALACIO 

 

                     Como su nombre indica está en medio de la Huerta Palacio, casi podemos decir que la divide en mitad, formando una cruz con la calle Belén, quedando todas las demás calles del barrio en uno de los cuatro cuadrantes que forman en su cruce. Su nombre "Enmedio" es una deformación ortográfica como el de Enmedio Palenque, dos vías en las que la comodidad hizo unir sus nombres en las lápidas de las calles. Las dos están en medio de sus barrios. Tiene dos partes bien diferenciadas: desde su comienzo en la Ribera de Molinos donde presenta un gran desnivel, para dejarse caer cuando se tienen prisas si se va andando, y para pisar sin descuido los frenos del coche si te decides rodar por este tobogán natural. Después del cruce con la calle Belén, cambia el nivel, y lo que es precipicio, se convierte en suave llanura que te hace llegar sin agobios hasta el huerto Rondel, más tarde barrio de Jesús Nazareno, llamado popularmente Casas Baratas.

            Como contraste a tanto negocio como hemos visto en las otras calles, en ésta no había ninguno, excepto la venta temporera de algunos productos del campo. Casas privadas ocupadas con vecinos que buscaban su vida como podían, la mayoría en el campo, como mi abuelo, y algún que otro empleado del Ayuntamiento o de la Hermandad de Labradores. Esto sería así, porque aquí estaba el negocio más grande: la ermita de Belén. Con ser pequeña, era grandiosa a nuestros ojos. No tiene barroco, ni grandes obras de arte, ni riquezas, ni hermosas imágenes esculpidas por famosos imagineros de la escuela granadina, ni es espaciosa, ni monumental, ni de gran altura, pues su espadaña se toca con una vara un poco larga. Es diminuta, con la gracia de un bebé, simple como una rosa, acogedora como una madre, blanca como un suspiro de canela, y era la nuestra que ya es bastante. Una fotografía de unos cristianos sin poder adquisitivo. Y en esto era importante, por su utilidad, no por su riqueza. Además, a la hora de destacar, es la única que tiene ese portal tan encantador en su rusticidad donde acoge al devoto y donde se celebraban las famosas migas que se comían los pastores de Belén, después de representar la Pastorá . La ermita y el pequeño ensanche de calle que tiene delante de su emplazamiento, fueron centro social del barrio, foco de luz, lugar de procesiones, entierros, rincoros y fiestas. 

 

 CANDELAS Y RINCOROS 

 

            Lo más celebrado de todo por los chicos mayores y menores. Sin discotecas, sin salas de fiestas y con escaso poder adquisitivo, la juventud tendría que dar rienda suelta a esa fuerza de la sangre que se le sale por cada uno de los poros de su piel. Para celebrar la Candelaria, además de las roscas que te bendecían en la Asunción, por la tarde se hacían cucañas y juegos populares. El más corriente era coger los cántaros y cacharros de cocina averiados y echarle un poco de agua o serrín de madera. Puestos en círculo, los participantes se iban pasando el cántaro hasta que una fallaba, rompiéndose en el suelo y provocando la natural algarabía entre jugadores y público espectador.

            Los rincoros empezaban con la Candelaria. A primeros de febrero, se tenía preparado leña, muebles viejos, esteras, trapos y cualquier cosa combustible. Con ellos se hacía un gran fuego al anochecer y alrededor de él se bailaban y se cantaban durante horas y horas los corros, en Priego llamados rincoros. La juventud nos tirábamos horas y horas de cante y baile en vueltas y carreras sin fin donde sólo estaba permitido verse y tocarse las manos. Los únicos instrumentos necesarios eran las manos (para hacer palmas) y las cuerdas vocales (para cantar incansablemente), además de unas ganas intensas de pasarlo bien, y a estas edades ya se sabe que con poco basta. Los bailes continuaban todos los días siguientes, incrementándose con las fiestas de Carnaval para terminar definitivamente con la llegada de la Cuaresma, en la que se interrumpía toda actividad festivalera. Esta tradición de cantar y bailar ha sido una de las más importantes de Priego, y su magnitud la tenemos recogida en seis tomos con el nombre genérico de Cancionero Popular de Priego, Poesía cordobesa de cante y baile. Entre 1500 y 2000 páginas de tradición oral, forman un testimonio escrito muy difícil de superar que viene a demostrar la magnitud de la obra. El recuerdo de los muchos momentos agradables pasados haciendo rincoros, me motivó para que en el año 1983 me decidiera a recopilar unas pocas coplas, y lo que fue afición se convirtió en un inmenso e intenso trabajo al que dediqué miles de horas durante diez años. Lo pasé estupendamente. Entrevistas, encuestas a los alumnos del colegio, visitas, viajes a aldeas, recibir en mi casa a mujeres para que me dieran material y cintas de casete a montones. Y después, clasificar todo el material, ordenarlo, estructurarlo y por fin publicarlo cuando se conseguía una subvención. Aunque mi agradecimiento lo hago extensivo a todos los que me ayudaron en esta laboriosa obra, he de resaltar a María Pérez Fuentes, Gloria Jurado Serrano y María Cano Huertas, a quienes he dedicado algún tomo, y, además, al joven músico José Ramón Córdoba Rodríguez que realizó la trascripción musical de muchas coplas.

            La personalidad del barrio se incrementaba con la llegada de agosto. El día 15, Asunción de Nuestra Señora se celebraban, y se celebran, las fiestas del Rostro. Éstas eran nuestras insignias y estandartes de identidad. Todo el barrio acudía a las celebraciones religiosas y a la procesión del día 15 con las imágenes titulares de la Hermandad. La Virgen María con el Niño Jesús en sus rodillas, y San José con su vara florida. Con la vela encendida en la mano, se hacían filas en la calle Belén y se subía por San Luis. Es la única procesión que pasa por estas calles, ya que las de Semana Santa y domingos de Mayo, sólo lo hacen por las principales del pueblo. Las gotas de cera caídas sobre las piedras del suelo eran testimonio resbaladizo de un patrimonio cultural en el que se atrincheraban los vecinos. El portal de Belén, paseando por las calles de Priego en pleno mes de agosto con la calor, es un fuerte contraste para los que contemplen la procesión. La conmemoración de las fiestas se cerraba con la celebración de una rifa de objetos donados a la Virgen con lo que se proveía de unos pocos fondos a la Hermandad.

            No todo eran fiestas. Como la vida misma, también hubo sus momentos tristes y estos se producían cuando moría algún vecino del barrio. A veces, por comodidad, y para no tenerlo que subir a la Asunción y después bajarlo, se celebraban las exequias en el portal de Belén. El mismo sitio donde se agasajaba al acto de nacer, se despedía a la muerte. La campana de la ermita gemía lastimosamente esparciendo en círculos concéntricos un sonido elocuente y comprensivo: alguien se nos iba. 

 

LA PASTORA, LAS RONDALLAS Y LA MIGA 

 

            Otro momento de regocijo era la Navidad . Para conmemorarla, las puertas de la iglesia se abrían de nuevo y por la tarde se celebraban las Jornaícas con las que solemnizábamos las Pascuas. El mismo sacristán tocaba el pequeño piano del coro, y los jóvenes cantaban villancicos. Oír la campana y salir volando era todo uno, porque había que correr para coger asiento y no quedarse todo el rato de pie. Si había suerte y el sacristán estaba de buenas, te subías al coro donde tenías una vista panorámica de todo, y dominabas la situación. Los pastores de Belén cantado son vago recuerdo en mi memoria. Muy pequeño representaron la Pastorá y los vi en el portal comiendo sus migas, pero esta celebración, típica durante muchos años, dejó de representarse por el enfriamiento de los actores. No así en otros pueblos, que continúan con la tradición heredada.

            Lo que sí estaba en todo su auge eran las rondallas, comparsas o murgas que se creaban para cantar villancicos. En mi calle, había una formada por chicos mayores que yo. Éstos eran entonces los protagonistas. Las chicas hacían rincoros, pero no participaban en estos grupos musicales que por entonces eran cosa de hombres. Afortunadamente, hoy se ha incorporado la mujer, con lo que se ha enriquecido el coro. Ensayaban unas casas más arriba que la mía, en la casa de Perico, siendo dirigidos por su padre, de imaginación e ingenio tal, que él mismo creó la música y la letra de numerosos villancicos. Con orzas y pellejos de conejo hacían las zambombas; con un palo dentado, las carrañacas; varios tapones de cerveza y refrescos machacados se juntaban y se clavaban con una puntilla en una pequeña tabla, hasta que había varias hileras y ya estaban los platillos; para el triángulo se doblaba una barra de acero; las gruesas botellas de anís de Rute se convertían en instrumento musical, deslizando una barra por su superficie. Con estos útiles de sonido, (no me atrevo a llamarlos instrumentos musicales para no herir finas sensibilidades), se ensayaba semanas antes. Y llegada la Navidad, iban por todo el barrio parándose de casa en casa, tocando y cantando con un ritmo propio y alucinante bajo la batuta de un director que hacía de su dirección una actuación de teatro. Los vecinos les daban una propina, o bien los invitaban a mostachos y anís. Hubo ocasión que fueron por aldeas y cortijadas, mostrando su arte y llenando, a la vez, sus estómagos y su bolsa. Como buenos amigos, se repartían las ganancias que volaban con sana alegría y contento.

            Arriba he dicho que en esta calle de Enmedio Huerta Palacio no había ningún negocio. Pero esta afirmación es una verdad a medias, porque sí había un negocio público: una miga. Estaba regentada por Amparo, la santera, una mujer vivaracha, seca como un sarmiento, con unas lentes gruesas como tacos de jamón y vestida de oscuro o con el hábito de San Francisco. No tenía ningún título, ni estudios, y a su edad, si sabía algo de letras era casi un milagro. La miga la tenía instalada en la pequeña vivienda existente en la sacristía de la iglesia, pero con el buen tiempo se salían al patio, ella y toda la tropa. Los alumnos no tenían edad escolar puesto que el establecimiento era como las guarderías actuales y no se daba ningún tipo de clase. Ni se escribía, ni se contaba, ni se hacían cuentas. Los chiquillos sólo cantaban y rezaban, aparte de dar algunas correrías en un descuido de la santera. Como no tenía instalación mobiliaria ninguna, cuando se iba a la miga, la mamá o el chaval, si era un poco crecido, tenían que llevarse su propia silla para poder sentarse. Así que a la hora de la salida, veías a este enjambre infantil con su silla debajo del brazo o echada a la cabeza desparramándose por las calles del barrio y perdiéndose poco a poco entre las puertas de sus casas. La paga era diaria, unas perras gordas al entrar con el asiento y ya tenías la matrícula hecha para ese día.

 

 



    [1]Los apodos están cambiados.





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