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25. LA CARRETERA
Lugar bucólico donde los niños jugaban cuando apenas pasaban coches.
© Enrique Alcalá Ortiz
La llamada hoy calle de los Caños se podría decir que era propiedad de Palomeque. Por un lado, estaba la fachada del molino aceitero, y por el otro, los muros de la fábrica extractora. Por supuesto, que de calle no tenía nada y no lo sigue teniendo hoy día. Era un camino de cabras lleno de hierba salvaje que crecía abundantemente porque estaba abonada con el copioso polvo de orujo que desprendía la fábrica extractora. Durante los días de trabajo, la chimenea desparrama una nube marrón de polvo de orujo que cubre con su color, su suciedad y su abono buena extensión de casas y campos vecinos. Esta fábrica se dedica a la extracción de aceite del orujo que sale de las almazaras. Para ello, se muele el orujo, y después de secado, pasa a unas máquinas extractoras donde por medio de vapor y gas hexano se obtiene todo el aceite que la prensa no fue capaz de extraer. En nuestro barrio, estaban y están todas las fábricas extractoras del pueblo y esto por razones obvias. Aprovechan el agua que desciende abundante y que tan necesaria es para sus fábricas. Por esta época había tres, además de la de Palomeque, estaba la de La Unión y la de los Molina Campos, en el camino del cementerio. El rendimiento de estas fábricas ha descendido considerablemente al instalar los modernos métodos de elaboración de aceite que dejan el orujo más exprimido.
Atravesando este camino, dábamos en un sifón para distribución de las aguas y en el tejar del Gato, todo situado ya en la carretera. Denominación apropiada para lo que entonces pasaba por allí que eran sobre todo carros. Tal cantidad de vehículos a motor circulaban por la que hoy es nuestra mayor vía de tránsito, que por las tardes organizábamos, en el cruce donde ahora está la gasolinera, unos emocionantes partidos de fútbol. Al principio con pelotas de trapo y más tarde de verdad, que algún mozalbete había conseguido y que con su propiedad se convertía en persona adorada por todos y perseguida incansablemente hasta que la destrozábamos a puntapiés después de tanto juego. "Echando pies" se medía la distancia de cada portería donde colocábamos pesadas piedras que hacían de límite. Y aquí empezaban ya las discusiones, porque nunca se estaba de acuerdo en que si una portería estaba más abierta que la otra. No faltó ocasión para que los porteros avispados en ocasiones fueran estrechando poco a poco la apertura de su portería. Cuando el caso era muy descarado se formaba una trifulca descomunal, se volvía a medir de nuevo y poner las distancias en razón. Después, dos de los jugadores volvían a echar pies y el que conseguía montar, empezaba a elegir para formar el equipo. Cuando pasaba algún vehículo solitario, carretera arriba o carretera abajo, daba tiempo suficiente para apartarse. El sonido y su extremada poca velocidad eran factores que jugaban a nuestro favor. Lo que más nos llamaba la atención eran las motos. Siempre corríamos al verlas pasar porque eran muy raras por entonces. Ahora, lo raro es no ver cientos de ellas circulando y ocupando sitio y paseo en todas las calles de la ciudad donde se han convertido en plaga de ruidos y accidentes, sobre todo en los veranos locos que se toman por asalto esta juventud sanota de ahora.
Y como carretera se deriva de carro, yo también tenía el mío que nos servía de paseo. Medía aproximadamente medio metro cuadrado y su fabricación sencilla la había realizado mi padre en la fábrica, ensamblando varias tablas con cuatro dentadas ruedas de hierro de los telares que las había enlazado mañosamente de dos en dos por medio de una barra. Las de atrás eran fijas, mientras que las delanteras eran móviles y servían para conducir el vehículo, para ello tenía atada una cuerda a cada extremo y tirando de un lado para otro hacía de volante. Era como una especie de patín gigante pero en el que podías ir sentado. Estando con él en la carretera, te sentabas como un conductor, acompañado de otro amigo de pie o también sentado y te dejabas caer por el propio impulso hasta que la cuesta se acababa. Los pies eran elemento propulsor unas veces y en otras ocasiones, freno improvisado y necesario cuando se tomaba demasiada velocidad. Después había que tirar de él todo el trecho andado para volver a empezar si querías disfrutar de un nuevo y emocionante viaje. Y así se nos pasaban horas y horas, hasta que cansados, tirábamos de él y nos volvíamos a casa a descansar de tanto ajetreo.
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