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27. UNA BICHA DE GOMA
Algunas pillerías de los chicos para gastar bromas.
© Enrique Alcalá Ortiz
Mirando de frente al huerto Rondel, se encontraba La Unión y como hemos indicado antes, era una fábrica extractora que nació de la iniciativa de una sociedad colectiva. Como sus socios se unieron para crearla de aquí el nombre que le dieron. Pasaría más tarde a la familia Candil, perteneciendo en la actualidad a los Hermanos Muela, que la emplea hoy, no sólo como extractora de aceite, sino como molino de molturación y envasado de aceite. Estos empresarios han sabido crear una marca para nuestros aceites y, hoy por hoy, son los pioneros en la fabricación y venta. Precisamente, en una industria donde otros fracasaron.
Por los años cincuenta, trabajó en esta empresa durante algunas campañas mi tío Manuel García, y una noche cuando pasaba por las Casas Baratas camino de la fábrica, le gastamos una broma, ahora veo que pesada, ya experimentada con otras personas. Entonces, la iluminación era muy deficitaria y cuando alguna bombilla se fundía, cosa frecuente, los servicios municipales tardaban mucho en reponerla, consecuencia de todo ello era la existencia de grandes zonas de la calle en la más completa oscuridad.
Un día nos encontramos una larga y vieja goma de regar tirada en el basurero. Aquellas gomas tenían un interior de alambre formando espiral y estaban recubiertas de una especie de paño parduzco. Distaban mucho de éstas tan llamativas y resistentes de ahora. Nuestros oídos empezaron a zumbar, y entre las pitadas de hallazgo aparecieron las ideas avispadas: en nuestra imaginación, aquel desecho de hortelano era una bicha, una horripilante serpiente multicolor. Sabemos que estos animales tienen en todas las personas un gran poder de repulsa asquerosa. Le atamos una guita y para nuestro encantamiento había adquirido vida cuando tirábamos del cordel. Colocábamos la articulada goma en una esquina de la calle y, escondidos en la otra con la cuerda en las manos, esperábamos el paso de algún vecino. Cuando se iba acercando, le dábamos movimiento ondulado haciéndola rastrear por el polvo. La mayoría de los viandantes, sobre todo las mujeres, se volvían para atrás con un susto de campeonato. Nuestras risas y carcajadas en el rincón oscuro de aquellos muros de piedra revocada formaban un respingo de tirabuzones por la burla que acabamos de hacer. La diversión barata creaba un remolino de pavor de perversas consecuencias. Una de estas noches, mi tío iba con su hatillo a la fábrica donde trabajaba en el turno de madrugada; sin recomendaciones familiares, y también porque no se distinguía cuando se iba acercando, aparece de improviso el terrible reptil haciendo de las suyas. Mi tío, al percatarse de aquel redondo viajero, pegó sin pensárselo un alargado salto para demostrarnos sin desearlo, que estaba en plena forma. Cuando estallaron nuestras risas, fue consciente de la broma pesada de que había sido objeto, cogió la goma y después de soltarnos algunos piropos que no recuerdo, sin duda alguna hermosos, desapareció en la noche. Con esto, se nos acabó la diversión. En mi casa, no me dijeron nada del asunto. Quizás, los mayores pensaron lo gracioso de la broma y alabaron nuestra viva imaginación infantil.
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