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12.113. ARCHIVO FOTOGRÁFICO DE ARROYO LUNA

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

38. DE LAS ALBÓNDIGAS A LOS ZAPATOS DE CHAROL

Comidas de la Semana Santa, ropa nueva y escuadrón de soldados romanos subiendo La Cuesta.



 

© Enrique Alcalá Ortiz

 

 

          Los días grandes de la Semana siempre se iba de nuevo. Era inconcebible, como hoy vemos, que muchos fueran desaliñados o mal vestidos. Pobres pero bien, era el lema inquebrantable. Si había que estrenar algún trapo, ‑que por lo general era una prenda de invierno a pesar de estar en primavera y acercarse el verano‑, siempre se hacía en estas fechas, siguiendo el dicho popular que en Domingo de Ramos el que no estrena se le caen las manos.

          Después del encalo, y varios días antes del Jueves Santo, ‑que era cuando empezaba la Semana Santa, pues la bajada de la Virgen de los Dolores de su ermita del Calvario pasaba desapercibida para muchos‑, se empezaba a preparar la comida que se consumiría en los días de fiesta: el escabeche, albóndigas de boquerones, potaje de Semana Santa y bacalao frito o a la cazuela eran los platos que más se repetían. Los dulces caseros completaban el menú ausente de carne: los duros palillos de San Antonio, el piñonate, los pestiños morunos y sobre todo las magdalenas que se hacían en la casa pero que se cocían en el horno. Todas las calles del pueblo olían a confitería. Y las mujeres orgullosas con sus productos, exhibían, en sus bandejas recogidas en el horno, los moldes de lata llenos de una pastosa mezcla. En un primer viaje, el dulce crudo, recién hecho en casa, partía en busca de la cocción y en un segundo, el dulce caliente y oloroso en cenachos de mimbre volvía al hogar para ser guardado celosamente hasta las fiestas. Para sus adentros, las amas de casa se iban diciendo que como la receta que habían usado era la apropiada, todas las magdalenas se habían desbordado y su color amarillo huevo se había dorado hermosamente por la cocción. Todas estaban diciendo: "Comedme".

          Aparte, se hacía el alimento del rito: el hornazo. No puedo comprender como entre tanto dulce haya una masa tan insípida. Algo lúdico se muestra en este día allí en el Calvario cuando las manos levantan tanta gallina con cresta de fieltro rojo y ojos de pimienta. El huevo duro, la sal, el agua y la harina de su composición se hacen misterio religioso cuando Jesús los bendice. Ahora ya empiezan a llevarse neveras con variados alimentos donde no faltan las bebidas espirituosas. Con esta innovación moderna, la celebración va camino de convertirse en un "picnic" en lo alto del monte.

          Con la casa limpia, el estómago lleno de albóndigas y magdalenas, y los zapatos de charol reluciente de no ponérselos porque se rompen, se estaba dispuesto para, después de los oficios del jueves, esperar en la Carrera de Álvarez un golpe de fortuna y que la bolsa que tiraba Judas en su arrepentimiento te cayera cerca y pudieras disfrutar de las treinta y pico monedas que tenía, y días más tarde, fueras orgulloso a devolver la bolsa a la directiva de la Columna, vacía, por supuesto. El afortunado se hacía famoso aquellos días.  

 

LATAS DE ROMANOS Y LATAS POR LOS SUELOS 

 

 

          Lo que más sobresalía a mis ojos de chaval era el escuadrón de soldados romanos vestido con el uniforme de nuestros tercios. Qué desilusión me llevé cuando ya mayor me enteré de que aquellos trajes no eran romanos, sino ropas barrocas. El tránsito de Reyes Magos a padres que compran los regalos, no me fue tan doloroso como éste de romanos a tercios de nuestro imperio. Era todo un rito ver al orgulloso capitán, llamado el Serio, allí en la Huerta Palacio, repartir vino y puro un rato antes del desfile. Piernas para qué os quiero. El recorrido colorista del nutrido escuadrón estaba flanqueado por bandadas de arrapiezos que admirábamos tan espectacular cortejo.

          Andar las estaciones era ya casi una categoría. El desfile empezaba con la Corporación Municipal en pleno, además de todos los empleados, ni uno se escapaba, y ay de alguno de ellos si daba la nota de no asistir. Familias enteras de una iglesia a otra, en continuo entrar, hincarse de rodillas, rezar las oraciones y salir para repetir lo mismo en el monumento siguiente. "Buenas noches", "buenas noches", era el saludo repetido en todas las esquinas.

          El Viernes Santo, los soldados del orgullo y de las picas levantadas, le daban la vuelta y las ponían hacia abajo. No acababa de comprender tampoco como unos hombres que se suponía habían matado a Jesús, ahora lo llorasen y le hicieran honras fúnebres. Y el Sábado Santo, al mediodía, según creo recordar, ‑después sería el domingo‑, con toda clase de latas e hierros viejos atados con cuerdas, empezábamos a rastrearlos por las empedradas calles del barrio haciendo un ruido infernal para que todos se enteraran de una vez que el Señor del Viernes Santo había triunfado sobre la muerte. Con todo, el ruido era mucho más soportable que el de las motos actuales, con la circunstancia que duraba sólo hasta que nuestras piernas se cansaran. Además, era limpio. No como el que hacen las actuales motos a cualquier hora del día, que se ha convertido en otra forma de dar la lata, cuando ya han desaparecido las latas de los romanos y los chicos han dejado de pasear latas, aunque no de darla.





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