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39. CALLE "LOS MOLINOS"
Calle en las afuera de la población que no tenía salida.
© Enrique Alcalá Ortiz
sta era mi calle. Cualquier cavilación que se haga sobre ella ha de tener esa añoranza que se guarda por las cosas donde uno ha pasado la primera infancia. La callejuela, haciendo pareja con la de Enmedio Huerta Palacio, tiene dos partes. La primera, en cuesta, aunque con unos amplios escalones, entonces empedrada y en mal estado, y la segunda, en línea recta. En esta primera parte, vivía José Gutiérrez López, estudiante del seminario primero, para hacerse después maestro y pedagogo, ejerciendo actualmente en el colegio Ángel Carrillo, y más tarde en su misma casa, durante un poco tiempo, Manuel López Lort, compañero mío durante cinco años en el Instituto, se casaría con una "molinera", vecina suya y marcharía después a Barcelona, donde ejerce su profesión, aunque tiene comprado aquí un piso y viene frecuentemente, por lo que no se ha enfriado nuestra vieja amistad de muchachos.
El nombre de la calle es antiguo, pero así como Ribera de Molinos hacía honor a su nombre, en aquel momento, la referencia a molinos se había quedado como reseña histórica porque no existía ninguno. Cruzando la calle Belén, y ya dentro de mi calle, conforme bajas a mano derecha, había dos casas y otra tercera que era la vivienda de Juan Higueras, encargado de la fábrica de los Molinas. Esta fábrica ocupaba todo el resto de la calle, hasta su terminación. Era una inmensa nave donde los telares puestos en fila, simulaban un gran ejército vociferante. Y tantas voces daban, que uno de los mayores tormentos de los vecinos era estar todo el día oyendo el ruido metálico de cientos de telares, moviendo su esqueleto de gruesos hierros. Cuando la paraban a la hora de comer o a altas horas de la tarde, te entraba como un mareo, un vértigo agobiante por el cese súbito de un ruido atronador, verdugo de nuestra tranquilidad y penitencia de nuestra existencia. Como contrapartida, las dos horas de entrada y las dos de salida, pues trabajaban en turnos partidos, se veían animadas por el numeroso personal, que entraba y salía por la puerta principal de la fábrica situada en el centro de la calle. Fue hermoso ver a la una de la tarde tanta gente andando calle arriba en busca de la comida que tendrían que tragar rápidamente, porque sólo disponían de una hora de descanso. Por un momento, su parloteo suplía el martirio de los telares, pero desaparecía rápidamente y en comparación con el de ellos, era música celestial.
He dicho antes que la gente caminaba calle arriba. Y esto era lo obligado. Porque así como otras calles empiezan en la esquina de las manzanas de la que forman parte y acaban en otra, esta calle de Los Molinos tenía la originalidad de estar tapiada por una parte. Un muro separaba la fábrica y las últimas casas del huerto Rondel. Y aunque no era el muro de las Lamentaciones ni el de Berlín, si era lo suficiente simbólico como para poner una nota singular y de contraste con otras calles. Aunque parezca mentira, esta limitación a nuestra libertad de movimientos fue un grave inconveniente que nos hacía pupa. Se tenía una leve sensación, si no de estar prisionero, si aprisionado. El único respiradero era una pequeña salida de aguas, tapada con una reja, por donde se nos escapaban los gatos cuando queríamos hacerle una trastada de las nuestras.
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