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42. VIVIR PARA OÍR
Oyendo las emisiones clandestinas no censuradas por Franco.
© Enrique Alcalá Ortiz
odos los barrios tenían una vida social intensa y una personalidad particular. Se vivía la calle mucho tiempo de una forma diferente, más lenta, con una magia primitiva, cañí por lo atractiva y hechicera por lo simple. Si ahora es cada vez más un lugar de paso, entonces lo era de estancia. El ritmo era distinto como el del corazón en las diferentes edades de la vida. La tele nos ha hecho ser escuchadores, con ella nos pasamos largas horas viendo y escuchando, escuchando y escuchando. Al principio, pocos tenían la oportunidad de escuchar la radio, así que cuando alguno de la calle tenía la suerte de adquirir un aparato, lo ponía alto, a todo volumen, para hacerse notar e invitaba a los vecinos a escucharlo. Era frecuente que alardeara del elevado número de emisoras que podía captar, muchas de Europa y hasta de América. La más famosa era Radio Andorra, porque por las noches ponía un programa de canciones dedicadas que "flipaba" al personal. Los veranos, con las puertas y ventanas abiertas, nos sentábamos en la calle a degustar aquellos primitivos aparatos que derramaban ilusión en cada una de las lámparas de su esqueleto. Como pocas cosas en sustancia cambian, porque lo único que suele variar es la forma, el espíritu siempre es el mismo, las mujeres lloraban y lloraban, gemían y gemían, sollozaban y sollozaban ante largos y largos novelones radiofónicos. Cuando en mi casa se compró una, no paraba en ningún momento. Hasta en el silencio de la noche cerrada, muy bajo, bajito, con muchas interferencias, muchísimas, mi padre y los varones oíamos con regusto, noche y noche, parte tras parte, ¡chiiis..ssss!, ¡silencio...!, que no se oiga, Radio Pirenaica. Era la emisora maldita del Régimen franquista. Pulga machacona que saltaba de un dial a otro de la onda corta y que oía media España para enterarse de la crónica negra del día. Porque para escuchar noticias objetivas, había que poner Radio Londres, emisión en español, donde el pedúnculo de la férrea censura oficial no llegaba. Vivir para oír.
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