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03.06. HISTORIA DE PRIEGO DE ANDALUCÍA (III)

 




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MEMORIAS DESORDENADAS - Historia de la Huerta Palacio

45. HABICHUELA EN LA NARIZ

Un pequeño accidente provocado por el juego, sin consecuencias graves.



© Enrique Alcalá Ortiz

 

  C

on unos ahorrillos, mi padre había comprado una bicicleta de segunda mano. Aquello fue un acontecimiento, ya que era un lujo fuera de serie, un gasto que se había hecho nada más que para disfrutarlo, aunque también daba su utilidad como vehículo de transporte. Tenía un segundo sillín para un viajero acompañante, y en él cargaba la yerba que cogía en el campo para los animales, y así no tenía que traerla bajo el brazo o a las espaldas. Como no poseía chapa guardacadenas, había que meterse los pantalones debajo de los calcetines con lo que parecía que uno iba a coger ranas. Más de una vez me llevó, sentado atrás y cogido a sus espaldas, hasta Carcabuey, población que descubrí asombrado.

         Cuando ya mis piernas fueron lo suficientemente grandes como para llegar a los pedales, empecé a llevarme la bici a las Casas Baratas y me dejaba caer cuesta abajo sin darle a los pedales porque perdía el equilibrio, hasta que poco a poco se me fue quitando el miedo a pedalear. Tuve varias caídas, la más aparatosa fue una vez que se me escaparon los frenos y choqué contra la pared de una casa. Afortunadamente, no me pasó nada, unas magulladuras sin importancia, pero ningún hueso roto y la cabeza en su sitio. A la bicicleta, se le dobló un poco el manillar, pero tuvo un arreglo fácil. Después del carro de las ruedas dentadas y las tablas, éste fue mi segundo vehículo, pero ya la diferencia era abismal, el adelanto ponía distancia de infinito entre un cacharro y otro.

         Lo que sí causó un gran susto a mis padres y a mis hermanos mayores, fue un pequeño accidente en el que tuvo que intervenir el médico. Estaba mi madre limpiando habichuelas para el potaje y mi padre, mientras tanto, jugaba conmigo. Cogía algunas, me las ponía en las manos, las soltaba de nuevo. Con una en los dedos me dijo jugando: "A ver si ésta te cabe en la nariz". Puesta en mi orificio nasal, yo absorbí con tal fuerza que la judía ascendió para arriba para sorpresa de todos. Intentaron hacerla bajar, pero la mentecata buscaba su cobijo cada vez más alto. El zipizape creado por esta "chuminada" zarandeo la bulla de la asustada familia, que me cogieron en volandas airosas y me llevaron a casa de don Gerardo, médico que entonces tenía su consulta particular en la calle Ramírez. Con mi grano interno en la nariz, y mi susto externo en la cara, me tendieron en la mesa y cuidadosamente con unas largas pinzas, después de algunos intentos, me sacaron la impertinente alubia, con el júbilo del que encuentra una pepita de oro puro. La tuve guardada mucho tiempo hasta que se pudrió o germinó, no sé.





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