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46. "MI PRIMER MANUSCRITO"
De la cartilla "Rayas" al "Primer Manuscrito". Métodos de enseñanza antiguos.
© Enrique Alcalá Ortiz
a primera escuela a la que asistí se encontraba en la calle Solana, en el edificio donde está hoy el comercio de tejidos y sombrerería de los hermanos Ruiz. Primero asistí a una clase de la primera planta con una maestra de párvulos, para pasar en el curso siguiente a la clase de arriba donde nos enseñaba un maestro ya mayor. Mis recuerdos de aquellos días primeros, están cubiertos de nubes. Lo único fuerte que guardo es la anécdota de una discriminación por parte del maestro. Aunque lo primero que mostraré es mi agradecimiento por haberme enseñado a leer y escribir. En la penuria en la que se desenvolvía entonces su vida, era toda una hazaña que encima nos enseñara algo. Resulta que todos los días llegaba tarde un chaval, hijo de un médico, siempre acompañado por la criada, y el maestro se lo sentaba a su lado para darle clase particular, mientras la nuestra era colectiva y esto en horario lectivo. Las rejas de la rifa, el pan negro, las capas de los entierros, el subdesarrollo en el que vivíamos y estas enseñanzas particulares dentro de clase me iban diciendo a que clase de mundo había aterrizado.
Las primeras letras las aprendí en la cartilla Raya, que resulta que ahora han descubierto su poca metodología y didáctica para enseñar, pero que, sin embargo, en ella han aprendido millones de niños y varias generaciones de escolares. Un día al salir de la escuela, bajando La Cuesta, me encontré a mi padre y le dije el adelanto que había hecho: me habían pasado de página. Las vocales ya se habían quedado atrás y me habían pasado "a la mama y al tomate". En su contento, me dio una perra gorda como regalo. Creo que éste ha sido el único incentivo al estudio que he tenido. Lo resalto porque ahora me sorprendo de las millonadas que algunos padres gastan como obsequio cuando sus hijos traspasan el umbral de un curso.
El aprendizaje de la escritura y las cuentas se iniciaba en una pizarra protegida con un marco de madera sin pintar. Con una cuerda se ataba un pequeño trapo viejo y cuando estaban escritas las dos partes, había que echar un salivazo y limpiar todo lo hecho. No hay que tener mucha imaginación para adivinar de qué color se ponía el trapito limpiador. Se usaban dos pizarrines, uno blando al empezar y otro más duro, cuando ya eras un veterano "pizarrero", porque si apretabas escribiendo, dejabas toda la pizarra rayada. El maestro te ponía una y mil muestras hasta que estabas listo para pasar a una libreta, ya de papel, por supuesto, en la que se escribía primero a lápiz y después a pluma, y llevaban su razón porque con ella se cometían verdaderas calamidades. O mejor dicho, éstas se producían con la tinta usada para escribir. Las plumas y los palilleros soportes los vendían aparte y había que comprar de unas o de otros, según la rapidez con que los rompías, porque si apretabas mucho se abrían y la escritura se deformaba. En cada banca bipersonal, existían dos pequeños agujeros circulares para sendos tinteros de plomo, y después de un material de enchufe eléctrico, sin tapadera, por lo que con el movimiento de los usuarios, y el lógico trajinar de la infancia, era motivo para que frecuentemente los tinteros rodaran por las mesas impregnando con su color, libros, libretas y escolares. Las bancas era una pena verlas. En ellas, creo que se inspiraron los pintores que crearon el arte abstracto. Ni una se escapaba. Manchas rectas, onduladas, con formas de pez, de pájaro, de hojas de olivo; de color ocre, azul, violeta, negro, gris; apagadas ya o de color intenso que venían a demostrar, como las cicatrices del torero, los numerosos derramamientos que habían soportado en toda su historia de bancas escolares. Por eso, la llegada del bolígrafo impuso una revolución en los instrumentos escolares y él ha sido uno de los adelantos más prácticos que se ha hayan conocido jamás en el mundo. Creo que va después de la invención del fuego, la rueda, la penicilina, la tele, la lámpara y las vacunas.
Después de haber aprendido la serie Raya, (comprendía tres cuartillas), había que darle muchas vueltas hasta que se sabía de memoria, te pasaban a un libro encantador llamado Mi primer manuscrito. Éste era un libro de lecturas, impreso con letra manuscrita, con muchas caligrafías diferentes para que uno fuera aprendiendo a leer tanto letra impresa como a mano. En él estudié mis primeras poesías escritas, porque de tradición oral ya sabía un montón oídas por las calles. De aquí, se pasaba a dar lecciones en una enciclopedia llamada El primer grado, y si eras un poco avispado, enseguida el maestro te pasaba al segundo grado. En ellas, se repasaba de todo un poco de una forma elemental. Cada materia estaba estructura en una serie de preguntas y respuestas y había que sabérselas de memoria. (La letra pequeña no se daba.)
De las escuelas de la calle Solana pasé a una de la calle Ramírez, para después de un curso cambiar a las recién construidas de las Casas Baratas. Hasta entonces, excepto el colegio del Palenque, las escasas escuelas de la población estaban en casas particulares alquiladas por el Municipio. Allí, estuve hasta que ingresé en el Instituto Laboral, en febrero de 1953 con once añitos recién cumplidos.
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