© Enrique Alcalá Ortiz
La calle San Luis atraviesa
Hasta los años cincuenta y tantos había en Priego nada más que una parroquia: la de
Las misas preconciliares de difuntos eran por capas. Había misas de una capa, de dos capas, de tres capas o más capas. Cada capa iba acompañada de un cura. El difunto esperaba en el domicilio del duelo, y llegado el momento, unos pocos doloridos se decían: "Ya es la hora", y marchaban a la parroquia en busca de las capas. Éstas estaban en función del dinero que tenía la familia para despedir al finado. Y como los helados, había de muchos precios. Lo mínimo que despachaban eran entierros de una capa. Sin capa se enterraban a los animales y a los desesperados que se arrojaban por los Adarves buscando liberación a sus necesidades y depresiones. El cura o los curas venían hasta el domicilio del muerto y antes de sacarlo le cantaban un responso con su agua bendita y se lo llevaban a la iglesia donde seguían los cantos fúnebres en la entrada, entonados por el sochantre. Todas las capas acompañaban al finado hasta las mismísimas puertas del huerto de los cipreses. Así que más tarde, se veían las capas acompañadas de la cruz y varios monaguillos Cuesta arriba, con sus cuerpos inclinados, avanzando hasta coronar la pendiente. No sé, pero seguramente el hisopo en los cubos portados por los acólitos balanceaba su fastidio de barra empapada con agua bendita y deseaba la quietud de la sacristía después de tanto traqueteo para esparcir el líquido en las tablas barnizadas de la caja.
Los cadáveres se llevaban a hombros de los hombres. Únicos con permiso para bajar al cementerio. A las mujeres se les reservaba la limpieza de las tumbas y la colocación de flores el Día de los Difuntos. Y sufrir un luto social riguroso como si fuera una condena. No se podía salir a la calle a ver ni siquiera las procesiones, ni al cine, ni oír la radio, (tele no había), ni vestir colores, ni... Para los hombres era más leve la carga. Una corbata o una tira en la manga de la chaqueta o en la camisa a modo de sardineta de sargento.
Amigos, familiares, deudos y otros por compromiso se iban turnando debajo de la caja para hacerse más leve el camino. Aunque había nichos, más de la mitad se seguían enterrando en la tierra que es los suyo, porque la frase dice "Vamos a enterrar al muerto", no a enladrillarlo que es lo que hoy hacemos con casi todos. Hasta en esto hemos perdido calidad de vida. Nos dan bovedillas y túneles sin salida, cuando lo nuestro es hoyo profundo y tierra como abrigo.
Había un subnormal llamado popularmente ?Pepe el tonto?, con el suficiente entendimiento de enterarse cuando había un entierro y siempre estaba allí llevando al difunto. Otras veces, si el muerto era muy "fino", no le dejaban que se metiera debajo porque desdecía el cortejo fúnebre, no hacía bien. En ese caso, Pepe iba al lado de los varales como perro faldero que hubiese perdido al amo, matado por la coz de un mulo. Así una y mil veces, acompañó a toda la saga de decesos acaecidos a lo largo de su vida. Las capas y Pepe fueron estampa repetida bajando y subiendo las calles de mi barrio. Hasta que un día murió. Tan muerto estaba Pepe el tonto como los que él acompañaba. En esto no hubo diferencia. Sí la hubo en otros detalles. A la desgracia de su muerte, añadió la de su pobreza. El que tanto había hecho por los muertos, cuando fue uno de ellos no hubo nadie que lo llevara, y el Ayuntamiento tuvo que pagar una capa de caridad y los hombres necesarios para que lo transportaran al cementerio, según me dijeron algunas personas. Aunque otras me decían que su familia tenía dinero y que no pasó lo que antes relato.
Aunque yo tenía pocos años, fui consciente en mi rabia de lo asquerosa que era la vida con los pobres, con los subnormales y con los santos inocentes. Las piedras de